JUBILETA

-¡Putos jubiletas!- El obrero lanzó la frase con rabia mientras observaba desde la terraza del bar al viejo sentado en el banco frente a la zanja. -¡Ya estamos! ¡Joder! A ti que más te da. No hacen daño a nadie -le replicó su compañero. -¡Mire! ¿A usted le parece normal? –interrogó el primer albañil al camarero que acababa de servirle un bocadillo de lomo con queso. -¿El qué? -El jubileta ese. Lleva toda la mañana así, montando guardia, mirando yo que sé qué coño mira, porque si al menos le diera de comer a las palomas, ¡vale! Pero no, está ahí sentado, mirando y mirando, controlando la nada. -No es del barrio –informó el camarero. -Perdoné usted, aquí Julián, mi compañero –intervino el segundo operario-, no soporta a los jubiletas que se pasan todo el día fisgoneando las obras. -¡Joder Matías! –atajó Julián- Es que yo no sé qué cojones miran. Ahora mismo, por ejemplo: somos dos tíos; yo con el martillo percutor destrozando la acera y tú con la pala recogiendo los escombros de la zanja. ¿Qué interés tiene contemplar algo así? Ninguno, ¿verdad? Pues ya tenemos plantificado al puto jubiletas de turno. Hay días en que apenas nos ven colocar las vallas y ya comienzan a merodear como hienas. Me irrita trabajar con sus miradas pegajosas cosquilleándome el cogote. Sus ojos acuosos rastreando mis movimientos, oscilando a cada gesto, fiscalizándote incansablemente. -Se aburrirán. Algunos habrán trabajado en la construcción y sentirán curiosidad por ver como se trabaja ahora –apuntó el camarero con un tono de voz que delataba que el tema no le interesaba lo más mínimo. -¡Qué coño! Es puro… -Julián buscó el término- fetichismo. Es algo inexplicable. Si por algo tengo deseos de jubilarme es para no tener que volver a ver una obra en mi vida. Si estuviera en su lugar marcharía a Benidorm a bailar los pajaritos o lo que fuese, cualquier cosa antes que lo que hace ese viejales que hasta le he visto tomar notas en una libreta y cronometrarme el tiempo que estoy dándole con el martillo. -No puede ser, eso último te lo inventas –le espetó Matías. -Te lo juro por la salud de mis hijos. Tomaba notas y controlaba el tiempo. -Macho, estás paranoico –remató el compañero. -No te miento. -¡Ya está bien, Julián! Déjalos en paz. La mayoría están solos, sus hijos no los visitan, cobran una pensión de asco y las fuerzas les fallan. ¡Un poquito de empatía por favor! Tú y yo también llegaremos a viejos si no nos morimos antes. -Matías –Julián cesó el martilleo neumático. -¿Qué? -He visto entrar al jubileta en el edificio con un carrito de la compra. -¿Y qué? -El del bar dijo que no lo tiene visto, que no es del barrio. Me parece raro. -Vivirá en el bloque algún familiar suyo, ¿qué más da? Tú sigue picando. Veinte minutos más tarde el anciano emergió del edificio. Julián se preguntó porqué estaba sonriendo, ¿se reiría de él? Interrumpió el martilleo y estaba dispuesto a soltarle alguna impertinencia con la que extirpar aquella sonrisita idiota, cuando el viejo se le adelantó y le dijo: -Gracias. Y el anciano desapareció empujando su carrito con paso lento. -Os anda buscando la policía –anunció el camarero a los obreros tras tomarles la nota. -¡Qué cachondo eres! –dijo Matías. -Hablo en serio. Ayer robaron en el edificio frente al cual estáis abriendo la zanja. Los policías dijeron que vendrían a preguntaros por si habías visto algo sospechoso y a mostraros unas fotografías. -¿Y qué robaron? –inquirió Julián. -En el segundo piso hay un taller de joyería. -No tiene ningún cartel –reparó Matías. -No, no lo tiene –corroboró el camarero-. El dueño del taller se ausenta todas los días a la una de la tarde, un par de horas, para almorzar y estar con su anciana madre. Los ladrones aprovecharon ese momento para reventar con explosivos la puerta de seguridad del local y la caja fuerte. Según me dijo el joyero, usaron la carga mínima y la colocaron en los lugares exactos para descerrajar los puntos de seguridad. Fue un trabajo fino, cosa de profesionales. -No puede ser. ¡A plena luz del día y con explosivos! ¿Y los vecinos no oyeron nada? –se cuestionó Matías, incrédulo. -Los vecinos, claro que no oyeron nada. Vuestro martilleo hace un ruido infernal, sin duda amortiguó el estruendo. -¡El jubileta, coño! –Julián se alzó gritando de la silla- ¡Ha sido el jubileta!


Héctor Daniel Olivera Campos (Barcelona, España 1965). Empleado municipal. Primer premio en los siguientes certámenes literarios: I Concurso de Microrrelatos ELACT (Encuentro Literario de Autores de Cartagena (2013); Cibercertamen literario Hypatia de Alejandría de literatura breve en su quinta y novena edición (2013) y (2017); III Certamen de Microrrelatos de Historia “Francisco Gijón” (2015); XI Premio Saigón de Literatura con el microrrelato (2017); XV Premio de Relato Corto “El coloquio de los perros” (2017); I Certamen de relato corto Té Cuento (2018); IV Certame contos de Ultramar (2018); XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin (2019) y III Concurso de Relato Hiperbreve “Qué no nos jodan la vida” (2020).

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