EL SIGNIFICADO DE (NO) SER MUCHOS: ALEJANDRA PIZARNIK
EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LA LOCURA
Alejandra
Pizarnik (1936-1972) su vida y su obra se entrelazaban, peleaban por
encontrarse un hueco, siempre moviéndose. La vida y la muerte. El pulso y lo
inerte, Pizarnik confiaba en la poesía como ahondamiento y búsqueda. Vivió en
París, donde publicó poemas y críticas en varios diarios y tradujo a Artaud,
Michaux… Tras su retorno a Buenos Aires publicó Los trabajos y las noches
(1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical
(1971).
En Extracción
de la piedra de la locura (1968), Pizarnik habla del silencio en la exploración
propia. De alejarse de sí misma y conocerse. Habla de su vértigo, de su
respiración. Las viejas metáforas quedan a un lado y ahora es el cuerpo el que
ocupa el centro del poema. La paradoja es evidente: el eterno desplazarse, el
no estar en ningún sitio, se convierte en el centro del mundo.
Alejandra
Pizarnik también soñó con la piedra de la locura para construir una imagen de
su dolor. Niña eterna de infancia asesinada, como se llamó a sí misma muchas
veces, comprendió la poesía como un arma para abrirse paso a través de
los velos interminables de su propia angustia existencial. Toda su obra canta
sobre la desgarradura, la perdida. Y es que el dolor de la poeta se manifiesta
en esa furia de construir su propia voz a través de una herida espiritual
siempre abierta. Para Pizarnik la palabra no es solaz ni es consuelo: es sangre
derramada sobre las letras.
En Periódico Poético te
compartimos el texto Extracción de la piedra de la locura y El sueño de la
muerte o el lugar de los cuerpos poéticos, de la escritora argentina Alejandra
Pizarnik:
EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LOCURA
Elles, les ámes (…), sont
malades et elles
souffrent et nul ne leur
porte-reméde; elles sont
blessées et brisées et nul
ne les panse.
R UYSBROECK
La luz
mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leí acerca
del espíritu… Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en
el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay
violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del
sueño.
Hablo
como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra
que atestigua que no he cesado de morar en el bosque.
Si vieras
a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de
mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo
de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te deseas
otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que
no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser esclava para
ocultar tu corona ¿otorgada por quién? ¿quién te ha ungido? ¿quién te ha
consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio
designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te
recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu
locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra a ella, tu
solo privilegio. En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es
siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo
jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna no hables de la
rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula
y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos,
habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición.
Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del
silencio.
De
repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide
respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de
arma de defensa, o aun de ataque. Parecía el Eclesiastés: busqué en todas mis
memorias y nada, nada debajo de la aurora de dedos negros. Mi oficio (también
en el sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar. ¿A qué hora empezó la desgracia?
No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un
silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos.
Y qué sé yo qué ha de ser de mí si nada rima con nada.
Te
despeñas. Es el sinfín desesperante, igual y no obstante contrario a la noche
de los cuerpos donde apenas un manantial cesa aparece otro que reanuda el fin
de las aguas.
Sin el
perdón de las aguas no puedo vivir. Sin el mármol final del cielo no puedo morir.
En ti es
de noche. Pronto asistirás al animoso encabritarse del animal que eres. Corazón
de la noche, habla.
Haberse
muerto en quien se era y en quien se amaba, haberse y no haberse dado vuelta
como un cielo tormentoso y celeste al mismo tiempo.
Hubiese
querido más que esto y a la vez nada.
Va y
viene diciéndose solo en solitario vaivén. Un perderse gota a gota el sentido
de los días. Señuelos de conceptos. Trampas de vocales. La razón me muestra la
salida del escenario donde levantaron una iglesia bajo la lluvia: la mujer-loba
deposita a su vástago en el umbral y huye. Hay una luz tristísima de cirios
acechados por un soplo maligno. Llora la niña loba. Ningún dormido la oye.
Todas las pestes y las plagas para los que duermen en paz.
Esta voz
ávida venida de antiguos plañidos. Ingenuamente existes, te disfrazas de
pequeña asesina, te das miedo frente al espejo. Hundirme en la tierra y que la
tierra se cierre sobre mí. Éxtasis innoble. Tú sabes que te han humillado hasta
cuando te mostraban el sol. Tú sabes que nunca sabrás defenderte, que sólo
deseas presentarles el trofeo, quiero decir tu cadáver, y que se lo coman y se
lo beban.
Las
moradas del consuelo, la consagración de la inocencia, la alegría inadjetivable
del cuerpo.
Si de
pronto una pintura se anima y el niño florentino que miras ardientemente
extiende una mano y te invita a permanecer a su lado en la terrible dicha de
ser un objeto a mirar y admirar. No (dije), para ser dos hay que ser distintos.
Yo estoy fuera del marco, pero el modo de ofrendarse es el mismo.
Briznas,
muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato
de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes, con
bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un
bergantín a otro como olas, hermosos como soles.
De manera
que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora tengo miedo a causa
de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un tesoro bien
enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas figuras azules y
doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego está el espacio
negro —déjate caer, déjate caer—, umbral de la más alta inocencia o tal vez tan
sólo de la locura. Comprendo mi miedo a una rebelión de las pequeñas figuras
azules y doradas. Alma partida, alma compartida, he vagado y errado tanto para
fundar uniones con el niño pintado en tanto que objeto a contemplar y, no
obstante, luego de analizar los colores y las formas, me encontré haciendo el
amor con un muchacho viviente en el mismo momento que el del cuadro se
desnudaba y me poseía detrás de mis párpados cerrados.
Sonríe y
yo soy una minúscula marioneta rosa con un paraguas celeste yo entro por su
sonrisa yo hago mi casita en su lengua yo habito en la palma de su mano cierra
sus dedos un polvo dorado un poco de sangre adiós oh adiós.
Como una
voz no lejos de la noche arde el fuego más exacto. Sin piel ni huesos andan los
animales por el bosque hecho cenizas. Una vez el canto de un solo pájaro te
había aproximado al calor más agudo. Mares y diademas, mares y serpientes. Por
favor, mira cómo la pequeña calavera de perro suspendida del cielo raso pintado
de azul se balancea con hojas secas que tiemblan en torno de ella. Grietas y agujeros
en mi persona escapada de un incendio. Escribir es buscar en el tumulto de los
quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable
mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte. Y es
sin gracia, sin aureola, sin tregua. Y esa voz, esa elegía a una causa primera:
un grito, un soplo, un respirar entre dioses. Yo relato mi víspera, ¿Y qué
puedes tú? Sales de tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y ya no importa entender
o no. Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde respirar y tú hablas del
soplo de los dioses.
No me
hables del sol porque me moriría. Llévame como a una princesita ciega, como
cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín.
Vendrás a
mí con tu voz apenas coloreada por un acento que me hará evocar una puerta
abierta, con la sombra de un pájaro de bello nombre, con lo que esa sombra deja
en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven
muerta, con los trazos que duran en la hoja después de haber borrado un dibujo
que representaba una casa, un árbol, el sol y un animal.
Si no
vino es porque no vino. Es como hacer el otoño. Nada esperabas de su venida.
Todo lo esperabas. Vida de tu sombra ¿qué quieres? Un transcurrir de fiesta
delirante, un lenguaje sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh
avara.
Cada
hora, cada día, yo quisiera no tener que hablar. Figuras de cera los otros y
sobre todo yo, que soy más otra que ellos. Nada pretendo en este poema si no es
desanudar mi garganta.
Rápido,
tu voz más oculta. Se transmuta, te transmite. Tanto que hacer y yo me deshago.
Te excomulgan de ti. Sufro, luego no sé. En el sueño el rey moría de amor por
mí. Aquí, pequeña mendiga, te inmunizan. (Y aún tienes cara de niña; varios
años más y no les caerás en gracia ni a los perros.)
mi cuerpo se abría al conocimiento de mi estar
y de mi ser confusos y difusos
mi cuerpo vibraba y respiraba
según un canto ahora olvidado
yo no era aún la fugitiva de la música
yo sabía el lugar del tiempo
y el tiempo del lugar
en el amor yo me abría
y ritmaba los viejos gestos de la amante
heredera de la visión
de un jardín prohibido
La
que soñó, la que fue soñada. Paisajes prodigiosos para la infancia más fiel. A
falta de eso —que no es mucho—, la voz que injuria tiene razón.
La
tenebrosa luminosidad de los sueños ahogados. Agua dolorosa.
El
sueño demasiado tarde, los caballos blancos demasiado tarde, el haberme ido con
una melodía demasiado tarde. La melodía pulsaba mi corazón y yo lloré la
pérdida de mi único bien, alguien me vio llorando en el sueño y yo expliqué
(dentro de lo posible), mediante palabras simples (dentro de lo posible),
palabras buenas y seguras (dentro de lo posible). Me adueñé de mi persona, la
arranqué del hermoso delirio, la anonadé a fin de serenar el terror que alguien
tenía a que me muriera en su casa.
¿Y
yo? ¿A cuántos he salvado yo?
El
haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en
honor de los demás.
Retrocedía
mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis
entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las
verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños.
Puertas
del corazón, perro apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo
presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de
órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo
tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a
largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición
de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero
morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La
luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo
olvidado. Si celebrar fuera posible.
Visión
enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los
huesos te dolían. Tú te desgarras. Te lo prevengo y te lo previne. Tú te
desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te
lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas.
Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno
a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido
mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas,
por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el
llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?
** * * *
**
EL SUEÑO
DE LA MUERTE O EL LUGAR DE LOS CUERPOS POÉTICOS
Esta noche, dijo, desde el
ocaso, me cubrían
con una mortaja negra en
un lecho de cedro.
Me escanciaban vino azul
mezclado con
amargura.
EL CANTAR
DE LAS HUESTES DE ÍGOR
Toda la
noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la
muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama.
Y
tantos sueños unidos, tantas posesiones, tantas inmersiones en mis posesiones
de pequeña difunta en un jardín de ruinas y de lilas. Junto al río la muerte me
llama. Desoladamente desgarrada en el corazón escucho el canto de la más pura
alegría.
Y
es verdad que he despertado en el lugar del amor porque al oír su canto dije:
es el lugar del amor. Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque
con una sonrisa de duelo yo oí su canto y me dije: es el lugar del amor (pero
tembloroso pero fosforescente).
Y
las danzas mecánicas de los muñecos antiguos y las desdichas heredadas y el
agua veloz en círculos, por favor, no sientas miedo de decirlo: el agua veloz
en círculos fugacísimos mientras en la orilla el gesto detenido de los brazos
detenidos en un llamamiento al abrazo, en la nostalgia más pura, en el río, en
la niebla, en el sol debilísimo filtrándose a través de la niebla.
Más
desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el lugar en que
el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento afilado que
atraviesa una grieta y es esa su sola declaración. Hablo del lugar en que se
hacen los cuerpos poéticos —como una cesta llena de cadáveres de niñas. Y es en
ese lugar donde la muerte está sentada, viste un traje muy antiguo y pulsa un
arpa en la orilla el río lúgubre, la muerte en un vestido rojo, la bella, la
funesta, la espectral, la que toda la noche pulsó un arpa hasta que me adormecí
dentro del sueño.
¿Qué
hubo en el fondo del río? ¿Qué paisajes se hacían y deshacían detrás del
paisaje en cuyo centro había un cuadro donde estaba pintada una bella dama que
tañe un laúd y canta junto a un río? Detrás, a pocos pasos, veía el escenario
de cenizas donde representé mi nacimiento. El nacer, que es un acto lúgubre, me
causaba gracia. El humor corroía los bordes reales de mi cuerpo de modo que pronto
fui una figura fosforescente: el iris de un ojo lila tornasolado; una
centelleante niña de papel plateado a medias ahogada dentro de un vaso de vino
azul. Sin luz ni guía avanzaba por el camino de las metamorfosis. Un mundo
subterráneo de criaturas de formas no acabadas, un lugar de gestación, un
vivero de brazos, de troncos, de caras, y las manos de los muñecos suspendidas
como hojas de los fríos árboles filosos aleteaban y resonaban movidas por el
viento, y los troncos sin cabeza vestidos de colores tan alegres danzaban
rondas infantiles junto a un ataúd lleno de cabezas de locos que aullaban como
lobos, y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como si
los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer a ella, y
hay alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando en soledad, y yo, no
acabada, ardiente por nacer, me abro, se me abre, va a venir, voy a venir. El
cuerpo poético, el heredado, el no filtrado por el sol de la lúgubre mañana, un
grito, una llamada, una llamarada, un llamamiento. Sí. Quiero ver el fondo del
río, quiero ver si aquello se abre, si irrumpe y florece del lado de aquí, y
vendrá o no vendrá pero siento que está forcejeando, y quizás y tal vez sea
solamente la muerte.
La
muerte es una palabra.
La
palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en
el lugar de mi nacimiento.
Nunca
de este modo lograrás circundarlo. Habla, pero sobre el escenario de cenizas;
habla, pero desde el fondo del río donde está la muerte cantando. Y la muerte
es ella, me lo dijo el sueño, me lo dijo la canción de la reina. La muerte de
cabellos del color del cuervo, vestida de rojo, blandiendo en sus manos
funestas un laúd y huesos de pájaro para golpear en mi tumba, se alejó cantando
y contemplada de atrás parecía una vieja mendiga y los niños le arrojaban
piedras.
Cantaba
en la mañana de niebla apenas filtrada por el sol, la mañana del nacimiento, y
yo caminaría con una antorcha en la mano por todos los desiertos de este mundo
y aun muerta te seguiría buscando, amor mío perdido, y el canto de la muerte se
desplegó en el término de una sola mañana, y cantaba, y cantaba.
También
cantó en la vieja taberna cercana del puerto. Había un payaso adolescente y yo
le dije que en mis poemas la muerte era mi amante y mi amante era la muerte y
él dijo: tus poemas dicen la justa verdad. Yo tenía dieciséis años y no tenía
otro remedio que buscar el amor absoluto. Y fue en la taberna del puerto que
cantó la canción.
Escribo
con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro,
que se vuelva río el muro.
La
muerte azul, la muerte verde, la muerte roja, la muerte lila, en las visiones
del nacimiento.
El
traje azul y plata fosforescente de la plañidera en la noche medieval de toda
muerte mía.
La
muerte está cantando junto al río.
Y
fue en la taberna del puerto que cantó la canción de la muerte. Me voy a morir,
me dijo, me voy a morir.
Al
alba venid, buen amigo, al alba venid.
Nos
hemos reconocido, nos hemos desaparecido, amigo el que yo más quería.
Yo,
asistiendo a mi nacimiento. Yo, a mi muerte.
Y
yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría
buscando, a ti, que fuiste el lugar del amor.
Pizarnik, A., (1994), La
extracción de la piedra de la locura. Otros poemas, Madrid, España,
Editorial Visor.
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https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/pizarnik/biografia.htm
https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/pizarnik/default.htm
https://lamenteesmaravillosa.com/alejandra-pizarnik-biografia-de-la-ultima-escritora-maldita/
https://www.arenapublica.com/cultura/alejandra-pizarnik-de-la-locura-la-literatura
[Diego Montes]
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