QUEMAR LAS NAVES
Llegar a ti, que vengas a mí
domesticadora, cierta y perpetua
como la muerte de todos y de nadie.
Abandonarme a tus manos
espuma, viento y martillo.
Ser tu hora álgida
Quemar las naves.
Tomarte del cuerpo el sabor
los colores de algún dios
y por los senos ligeros.
Hacerte del mundo un labio moreno
en que bebas mojada de perla mi sueño;
peinarte el deseo con finos destellos
de invierno, de gana, de nunca acabar
de estarte, de estarnos desenfocados
callados en blanco y volver a empezar.
Dejarme en tus sienes
la vida y el hambre.
Quemar las naves.
Que alcances, que hiendas
mis luces oleosas.
Que bajes y enciendas
las huérfanas noches
de luna cenizas, de voces sin piernas
al filo del lobo que trota en tu oreja.
Mirarte mirarme desenfocados
perdido en tu vientre
falaz uterino de escoltas celestes.
Mirarte mirar, la lengua te sabe.
Vaciarme en tus dedos, ser nada una vez
y quemar las naves.
Navegarte, abrirte, dejarte agotada de ti.
Romperme las uñas
gritando en los muros tu nombre embrujado.
Vagar por tu cuello de fiera de árbol
de ver que hasta el cielo
se inclina, te lame.
Llegar, deshojarte / susurros de tibio algodón;
llegar, descubrirte
envolverte con horas que suden de miedo.
Salar tus caderas, reverberación terráquea
tropical seísmo.
Fondear en tu ombligo, sentir que te quiebras.
Quemar las naves.
Salir de repente a la lluvia que arrastras
de espaldas, de madrugada, nublada o cerrada
en la punta de cada ensimismado cabello.
Sumergir la garganta en tus voces de leche.
Reptar dilatado, inconsolable y vermiforme
porque eternamente quiero ser sierpe
entre los tallos de tus anochecidas frondas.
Quemar las naves.
Trasplantarte, vástago mínimo de soles acuosos
ceñirte a mi brazo / a las sílabas con que te llamo
sin saber explicarte. Sin saber explicarme.
Hacerme estallar en tus ojos los ojos;
inquietarte, largar, penetrarte.
Extraviar en los astros
que circundan tu cama
inconsciencias y años, las luces humanas.
Que llegues, que vengas / que no se te olvide
pegar fuego a las palmas y envenenarte las areolas.
Que caigas desde cualquier hombre
con el sexo presto y sucio, con devociones asesinas.
Que nada.
Que logre una oración en tus tobillos
hacer de mi carne tu puerto y sepulcro.
Morirte, morirme, morirnos.
Quemar las naves.
©Daniel Mendoza, 2015
CEPILLAR EL ALMA
Me siento a salvo escuchando al gato lamerse.
No conozco mejor sedante.
Y eso que los tragué todos la mañana que quise
convertirme en tu cadáver
y llenarme a puños los ojos
con el nombre de tu muerte verdadera.
Libera una gruñido acuático —el gato—, redundante,
que va enhebrando de 3 en 3 y de 4 en 4
en sentido transversal
la trama de su pelo tricolor y con cada lengüetazo.
Estoy seguro
que mientras utiliza mis piernas como cuarto de baño
me está cepillando el alma.
Y ya no deseo
comer más píldoras ni hacerme una corbata de alambre
para saltar de la silla.
Daniel Mendoza, del poemario: LAMIENDO NAVAJAS, 2019 D.R.
Daniel Isaac Mendoza
Yo nada soy —¿Quién soy?—. Una gota de agua que se evapora en el desierto, acaso. El grito parturiente de un recuerdo que se despeña en los fosos de la memoria. Un día que cae llorando, cae por siempre, y caigo yo. Lo mismo que el desierto yo soy nada y lo soy todo. Espejismo del ocaso habiendo vivido un día. Habiendo vivido un día, me voy yendo con la noche. Contracorriente, frío y vil, nada yo soy, acaso de un tibio cadáver reminiscencia. Escritor, escultor, pintor, príncipe de los mapaches y amo de las gaviotas. Ha nacido algún día de Marzo y probablemente nunca muera, mucho menos en Abril. Ha publicado cuatro poemarios y cuanta con varias participaciones en revistas literarias nacionales e internacionales, no obstante las cosas más interesantes han sido omitidas deliberadamente de esta biografía.
Llegar a ti, que vengas a mí
domesticadora, cierta y perpetua
como la muerte de todos y de nadie.
Abandonarme a tus manos
espuma, viento y martillo.
Ser tu hora álgida
Quemar las naves.
Tomarte del cuerpo el sabor
los colores de algún dios
y por los senos ligeros.
Hacerte del mundo un labio moreno
en que bebas mojada de perla mi sueño;
peinarte el deseo con finos destellos
de invierno, de gana, de nunca acabar
de estarte, de estarnos desenfocados
callados en blanco y volver a empezar.
Dejarme en tus sienes
la vida y el hambre.
Quemar las naves.
Que alcances, que hiendas
mis luces oleosas.
Que bajes y enciendas
las huérfanas noches
de luna cenizas, de voces sin piernas
al filo del lobo que trota en tu oreja.
Mirarte mirarme desenfocados
perdido en tu vientre
falaz uterino de escoltas celestes.
Mirarte mirar, la lengua te sabe.
Vaciarme en tus dedos, ser nada una vez
y quemar las naves.
Navegarte, abrirte, dejarte agotada de ti.
Romperme las uñas
gritando en los muros tu nombre embrujado.
Vagar por tu cuello de fiera de árbol
de ver que hasta el cielo
se inclina, te lame.
Llegar, deshojarte / susurros de tibio algodón;
llegar, descubrirte
envolverte con horas que suden de miedo.
Salar tus caderas, reverberación terráquea
tropical seísmo.
Fondear en tu ombligo, sentir que te quiebras.
Quemar las naves.
Salir de repente a la lluvia que arrastras
de espaldas, de madrugada, nublada o cerrada
en la punta de cada ensimismado cabello.
Sumergir la garganta en tus voces de leche.
Reptar dilatado, inconsolable y vermiforme
porque eternamente quiero ser sierpe
entre los tallos de tus anochecidas frondas.
Quemar las naves.
Trasplantarte, vástago mínimo de soles acuosos
ceñirte a mi brazo / a las sílabas con que te llamo
sin saber explicarte. Sin saber explicarme.
Hacerme estallar en tus ojos los ojos;
inquietarte, largar, penetrarte.
Extraviar en los astros
que circundan tu cama
inconsciencias y años, las luces humanas.
Que llegues, que vengas / que no se te olvide
pegar fuego a las palmas y envenenarte las areolas.
Que caigas desde cualquier hombre
con el sexo presto y sucio, con devociones asesinas.
Que nada.
Que logre una oración en tus tobillos
hacer de mi carne tu puerto y sepulcro.
Morirte, morirme, morirnos.
Quemar las naves.
©Daniel Mendoza, 2015
CEPILLAR EL ALMA
Me siento a salvo escuchando al gato lamerse.
No conozco mejor sedante.
Y eso que los tragué todos la mañana que quise
convertirme en tu cadáver
y llenarme a puños los ojos
con el nombre de tu muerte verdadera.
Libera una gruñido acuático —el gato—, redundante,
que va enhebrando de 3 en 3 y de 4 en 4
en sentido transversal
la trama de su pelo tricolor y con cada lengüetazo.
Estoy seguro
que mientras utiliza mis piernas como cuarto de baño
me está cepillando el alma.
Y ya no deseo
comer más píldoras ni hacerme una corbata de alambre
para saltar de la silla.
Daniel Mendoza, del poemario: LAMIENDO NAVAJAS, 2019 D.R.
Daniel Isaac Mendoza
Yo nada soy —¿Quién soy?—. Una gota de agua que se evapora en el desierto, acaso. El grito parturiente de un recuerdo que se despeña en los fosos de la memoria. Un día que cae llorando, cae por siempre, y caigo yo. Lo mismo que el desierto yo soy nada y lo soy todo. Espejismo del ocaso habiendo vivido un día. Habiendo vivido un día, me voy yendo con la noche. Contracorriente, frío y vil, nada yo soy, acaso de un tibio cadáver reminiscencia. Escritor, escultor, pintor, príncipe de los mapaches y amo de las gaviotas. Ha nacido algún día de Marzo y probablemente nunca muera, mucho menos en Abril. Ha publicado cuatro poemarios y cuanta con varias participaciones en revistas literarias nacionales e internacionales, no obstante las cosas más interesantes han sido omitidas deliberadamente de esta biografía.
Comentarios
Publicar un comentario