SALOBRE/un cuento de Jorge Tadeo Vargas
SALOBRE/Jorge Tadeo Vargas
“But it's on the table
The fire's cooking
And they're farming babies
The slaves are all working”
The fire's cooking
And they're farming babies
The slaves are all working”
Temple of Dog, HUnger Strike
Aunque nunca lo
dijo y posiblemente no lo sabía, su piel blanca delataba un antepasado europeo.
De aquellos españoles, o alemanes que llegaron a finales del siglo XVII y se
establecieron en el norte del país.
Como todos
aquellos nacidos en la sierra a principios de siglo XX su vida estaba ligada al
trabajo. La única forma que él se sentía digno era trabajando, aunque el trabajo
fuera una mierda donde tuviera que trabajar doce horas en condiciones de
semiesclavitud. Toda una generación que dejó la vida en las minas a principios
de siglo.
Fue despedido
cuando la crisis minera llegó sin recibir nada a cambio y sin poder conseguir
nada más. La mina se los había tragado y vomitado incapaces de sobrevivir. Él
había tenido un poco más de suerte. Cuando la mina cerró se fue a la costa
agrícola junto a sus hermanos donde desde la nada se pusieron a cultivar las
tierras. Fueron tiempos abundancia, de trabajo duro pero que redituaba. Fueron
los tiempos en los que aquella mujer que tanto trabajo le costó que le diera el
sí, primero para ser su novia; después para ser su esposa, de inmediato comenzó
a parir a sus hijos.
Pero los tiempos
de abundancia no duraron para siempre. Un día el agua del pozo tenía un sabor
salobre. Era poco pero ya era notorio. Con el tiempo comenzó a perder cosechas,
a crecer las deudas hasta que los acreedores se quedaron con el esfuerzo de más
de 15 años. Él se quedó con un dolor de espalda que a la larga lo dejó sentado
en una silla de ruedas. Decían que con una operación podría volver a caminar.
Tendrían que esperar, no era el momento.
A pesar de la
abundancia y del crecimiento del campo agrícola, la escasez de buenos
sentimientos en su familia era notoria. Algunos dicen que fue heredada de él,
que las persecuciones para matarse, cuchillo en mano entre los hijos o los
golpes a puño limpio fueron lo que él les enseñó; que se los enseñó de la mejor
manera que sabía: a golpes. Es una historia que todos conocemos. Los abuelos
educaban a los hijos a golpes. Eso sí, sus hijos siempre recibieron lo que
querían, todos ellos con carrera universitaria, que nos les sirvió para dejar
de joderse entre ellos llenando de amargura a su madre. Pero no, a decir de
ellos, la amargura de su madre sólo se debía a las infidelidades de él. Lo que
ellos hacían no influía.
Años después,
cuando lo conocí él pasaba el día sentado en la sala con su radio a un lado. La
música era su pasión, se pasaba el día escuchando música. No recuerdo a nadie
sentado junto a él. Recuerdo sentarme a su lado con un café en la mano y no
levantarme hasta que me decían: “Vámonos”.
Su espalda ya no
daba más, estaba por quebrarse para siempre. Una operación, unos meses en el
hospital y meses de recuperación en casa había dicho el doctor. Él pensaba que
no sobreviviría la operación así que dijo que no, a pesar de que ya no caminaba
y de que su esposa tenía que levantarlo, sentarlo en la silla, bañarlo. Se
había convertido en un niño y su esposa en su madre, hasta que los hijos dijeron:
“Basta. Te operas”. Los trámites comenzaron. Una semana después de tomada la
decisión, él entraba a quirófano.
Ella se sentó en
la sala de espera las dos horas que duró la operación. Escuchó cuando el médico
le dijo: “Fue un éxito; en un rato más sale de terapia intensiva”. Lo esperó
hasta que salió. Se sentó a su lado. Le dio de comer. Lo limpió. Al anochecer
se fue a su casa.
Esa noche me
quedé con él. Hablamos de música, de cultivos y de muchas cosas más hasta que
se quedó dormido. En la mañana ella llegó preparada para cumplir con el papel
que le había tocado. “Vete- me dijo -, yo me quedo con él. Muchas gracias por
acompañarlo” la besé de despedida y me fui. No supe más de él en todo ese día.
Las visitas de
los hijos fueron muchas, igual de los parientes. Yo no era ni lo uno ni lo
otro. Sólo estaba de paso y, en ese momento, ya casi de salida.
Al otro día me
tocó quedarme con él de nuevo. Me quede hasta mediodía. Cuando a casa llegué
Luisa y su mamá iban saliendo, lo único que me dijeron fue: “¡Se está muriendo!
¡Se está muriendo!” Me subí al carro y llegamos. Ella estaba tirada en el piso.
Pasó el velorio
y el entierro en el hospital, su salud no era de lo mejor y no podía salir acompañarla.
Lo que siguió para él fue rodar entre los hijos mientras se recuperaba. Pero
nunca sucedió. Su salud y su estado fueron decayendo más.
Yo no estuve ahí
para ver cómo se fue desgastando. Unos meses antes me había cambiado de casa. A
veces lo veía cuando pasaba por mi hija. Me sentaba a su lado, le ponía un
dulce en su boca y me platicaba de su mujer, de su guitarra, de su campo. Me
despedía de él. Por las noches, al llevar a mi hija de vuelta pasaba a darle
las buenas noches. En la casa se escuchaban sus gritos y los gritos de los
demás. La locura de todos por no saber qué hacer. Siempre agradecía ya no estar
ahí.
Seis meses
después, en la madrugada, sonó el teléfono. Al contestar era la voz de Luisa
que me decía que su abuelo había muerto, estaba llorando. Sólo atiné a decirle:
“Se lo merecen” y colgué. Quiero creer
que finalmente descansó.
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