EL SIGNIFICADO DE (NO) SER MUCHOS

LAS MUERTES: OLGA OROZCO

 

Sí, me piden que lo repita constantemente. Yo, que no me sé de memoria ningún otro de mis poemas, he acabado por aprendérmelo a fuerza de tanto repetirlo. Además, ha creado confusiones en algunos críticos por el hecho de decir que muero en el corazón de alguien. Tomado en un sentido literal, se han preguntado cómo se puede morir de atrás para adelante, cómo se puede morir al revés. La muerte no tiene revés, yo más bien lo que creo es que la muerte no tiene derecho, nunca”.

La puerta que no abriste, entrevista a Olga Orozco (1999)

 

 

Olga Orozco (1920 – 1999) es una de las escritoras argentinas más importantes en Hispanoamérica a partir de la década de los años 40. Su obra está llena de escenas mágicas en lo cotidiano, lo que le abrió nuevas posibilidades de lenguaje a través de símbolos, imágenes y percepciones; es un dialogo continuo con el más allá, con sus ausencias amadas, con la soledad y con niña que fue. Todo ello a través de una expresión personal y vital que derivó en el verso libre y el versículo.

Recibió en 1998 el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, una de las distinciones más importantes en lengua castellana, y es considerada la artífice de un gran proceso renovador en el estilo y en las formas en la poesía hispanoamericana durante la segunda década del siglo XX.

 

En su libro Las muertes (1952) gira en torno del tema de la muerte y la soledad, que ha sabido expresar con una gran intensidad dramática, los personajes literarios reseñados se convierten en metáforas simbólicas de ciertos aspectos de la fatalidad humana, que, de esa forma, quedan salvadas, finalmente vivas en el tiempo definitivo. Los personajes toman prestada de Olga su voz agónica y la convocan para que rinda cuentas por todos de su propia existencia.

 

Entre sus obras más destacadas figuran ‘Desde lejos’ (1946), ‘Los juegos peligrosos’ (1962), ‘Museo salvaje’ (1974), ‘Veintinueve poemas’ (1975), ‘Cantos a Berenice’ (1977), ‘Mutaciones de la realidad’ (1979), ‘La noche a la deriva (1984), ‘En el revés del cielo’ (1987) y ‘Con esta boca, en este mundo’ (1984). Asimismo, escribió dos libros de relatos autobiográficos, ‘La oscuridad es otro sol’ (1962) y ‘También la luz es un abismo’ (1995), y también una obra de teatro: ‘Y el humo de tu incendio está subiendo’ (1971).

 

En Periódico Poético te compartimos una breve muestra poética del libro Las muertes, de la poeta argentina Olga Orozco. 

 

 

LAS MUERTES

 

He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,

lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,

inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;

arena sin pisadas en todas las memorias.

Son los muertos sin flores.

No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.

Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.

Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,

mas su destino fue fulmíneo como un tajo;

porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos por la dicha,

porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera.

Ésa y no cualquier otra.

Ésa y ninguna otra.

Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida.

 

 

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MISS HAVISHAM

 

Cuando la ruina sea completa, me extenderán,

ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda.

Charles Dickens, “Grandes ilusiones”

 

Aquí yace Miss Havisham, lujosa vanidad del desencanto.

Un día se vistió para la dicha con su traje de muerte,

sin saberlo.

Era la hora exacta en que alcanzaba la música de un sueño

cuando alguien cortó con un duro golpe las cuerdas mentirosas del amor,

y quedó desasida, cayendo hacia lo oscuro como una nube rota.

Todo fue clausurado.

No invadir el recinto donde una novia hueca recogió para el odio los escarchados

trozos de su corazón.

Quien entró fue elegido para expiar ciegamente todo el llanto.

No levantar los sellos.

Las manos de la luz habrían dispersado los flotantes ropajes,

los manteles roídos por tenaces dinastías de insectos,

las aguas del espejo enturbiadas aún después de la caída de la última imagen,

los lugares desiertos donde los comensales serían calmos deudos alrededor de una desenterrada,

de una novia marchita fosforeciendo aún en venganza y desprecio.

Ahora ya está muerta.

Pasad.

Ésa es la escena que los años guardaron en orgulloso polvo de paciencia,

es la suntuosa urdimbre donde cayó como una colgadura envuelta por las llamas de su muerte.

Fue una espléndida hoguera.

Sí. Nada hace mejor fuego que la vana aridez,

que ese lóbrego infierno en que está ardiendo por una eternidad,

hasta que llegue Pip y escriba debajo de su nombre:

“la perdono”.

 

 

            **   ***   **

           

 

BARTLEBY

 

Había rehusado decir quién era, o de dónde venía,

o si tenía algún pariente en el mundo.

Herman Melville, “Bartleby”

 

Nadie supo quién fue.

Nunca estuvo más cerca de los hombres que de los mudos signos.

Él hubiera podido enumerar los días que soportó vestido de gris desesperanza,

o describir siquiera la sombra de los sueños sobre el muro vacío.

Nos queda solamente la mascarilla pálida,

la mirada serena con que eludió el llamado de todos los destinos,

la imagen de su muerte desoladoramente semejante a su vida.

No queremos pensar que fue parte de nosotros,

que fue nuestra constancia a las pacientes leyes que ignoramos.

Todos hemos sentido alguna vez la pavorosa y ciega soledad del planeta,

y hasta el fondo del alma rueda entonces la piedrecilla cruel,

conmoviendo un misterio más grande que nosotros.

¡Oh, dios! ¿Es preciso saber que no podemos interpretar las cifras inscriptas en el muro?

¿Es preciso que aullemos como perros perdidos en la noche o que seamos Bartleby con los brazos cruzados?

Preferimos no hacerlo.

Preferimos creer que Bartleby fue sólo memoria de consuelos,

de perdón, de esperanzas que llegaron muy tarde para los que se fueron;

testigo de un gran fuego donde ardió la promesa de un tiempo que no vino.

No será en ese cielo. En otro nos veremos.

Él estará también pálidamente absorto contemplando la otra cara del muro.

Deberá recordar una por una todas las cartas muertas.

Pero acaso aun entonces él prefiera no hacerlo.

 

 

            **   * * *    **

 

 

ANDELSPRUTZ

 

¿Por qué está muerta la ciudad de Andelstprutz

y cuándo se quedó sin alma?

Lord Dunsant, “Cuentos de un soñador”

 

Mi nombre era Andelsprutz,

infortunada hija de Akla muerta en el cautiverio.

Treinta guirnaldas fueron en mi frente la promesa y el llanto de mi madre.

Treinta guirnaldas fueron los treinta aniversarios en que el conquistador velaba iluminado por la luz de su espada.

Pero ninguna flor fue paz ni fue venganza.

Tan sólo mi locura

-ese árbol ardiendo entre la selva helada-

proclamó la caída de la última noche.

Y yo salí de mí siendo yo y siendo ajena lo mismo que las sombras.

Yo descendí mis gradas y marché hacia los montes con mi vestido gris de niña ciega       que busca otra morada,

y los cabellos como un haz de llamas,

y el ángel del consuelo golpeándome la espalda con sus manos de polvo alucinado.

¿Dónde estaba la llave? ¿Dónde la puerta que abre el nuevo nacimiento?

Vinieron mis hermanas,

aquéllas que hace siglos tienen un mismo rostro en la memoria,

en la pequeña eternidad que el hombre crea para sus propias muertes,

y alumbraron mi paso en la penumbra.

Nadie regresará por esas huellas porque Andelsprutz no es más la conquistada.

Viajeros, contempladme:

mis lámparas no encienden una reunión de gentes que entretejen esperanza y paciencia,

ni mis muros se estrían con las lágrimas de los que desesperan,

ni mi color es dulce y resignado como el de un viejo clima.

Mis frutos son apenas desabridos.

Conquistadores:

descansad tranquilos.

¿Qué puede profanar un sueño sin orgullo?

No guardáis más que piedras sobre piedras en honor de mi muerte.

Emisarios:

no traigáis más guirnaldas.

Y decid a mi madre que soy la bien venida

aquí, donde comienzo a ser la huérfana y ella un poco la ausente que ya no espero en vano.

(Del único testigo

del que escuchó el aullido de las bestias y las campanas de las catedrales clamando con mi voz en el desierto,

de aquel que vio perderse mi alma fugitiva en las moradas de la lejanía,

alguien dirá que caminaba envuelto en sus propias tinieblas.

Pero decid, ¿quién puede sobrellevar a solas, sin quebranto, la imagen del prodigio?

Y más aún, decidme si un corazón amante y solitario,

si un árido sagrario donde ardemos irrevocablemente perdidos y llorados,

no puede ser tal vez nuestro sitio en el cielo.)

 

 

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CARLOS FIALA

 

Estoy aquí porque me lo han mandado. No estoy aquí

porque quiera nada para mí, ni para ser recompensado.

Franz Werfel, “La muerte del pequeño burgués”

 

Nació un cinco de enero.

Tenía que vivir sesenta y cinco años porque así estaba escrito en todos los papeles.

No fue un rostro esperado,

ni el sueño de un jardín donde los girasoles son el tambor absorto del verano,

ni el miedo de partir y volver a llamar desde la lejanía sin que nadie responda.

Ni un obstinado afán de prolongar la gloria miserable de felpas y retratos.

Fue un humilde legado lo que su voluntad compraba día a día.

Día a día escuchamos el tintinear sombrío de la oscura moneda de la muerte.

Pero no lo sabíamos.

Del otro lado de los hombres el tiempo era tan sólo el color de unas hojas que perduran palideciendo hasta la extenuación.

Del lado de los hombres el yacía en su cuerpo lo mismo que el heroico morador de una casa donde todo ha caído,

donde légamo y ruinas se disputan un palmo de corazón aciago,

ese aliento que aún brota sofocado por la respiración de unas hiedras mortales,

la última memoria de una tierra baldía.

Del lado de los dioses el tiempo era una insignia de sangre y de coraje.

Del lado de los dioses él estaba de pie, insomne en su portal, aguardando el relevo.

En vano desfilaron las muchachas sedosas como un vaho estival,

los viejos compañeros del Regimiento Real de Infantería,

o los adoradores de unas sagradas leyes que acatara con todo su terror o toda su esperanza.

¿Qué podían las máscaras brillantes, los rastros engañosos para la cacería?

Él era el centinela de una dura consigna.

Ninguna otra obediencia ningún otro castigo.

Hasta que las banderas enrojezcan la niebla

y un galope salvaje, un toque de trompetas resuenen como el trueno,

y el carruaje imperial atraviese la tierra rodando con la última moneda de la muerte.

Carlos Fiala, a la orden.

Murió el siete de enero.

Debajo de su almohada había un calendario y un ribete dorado.

 

 

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Evangelina

 

Duerme aquí Evangelina.

Su dulce tierra fue tan leve

que en un día cualquiera la invadieron los cielos.

En ningún corazón tatuó su nombre como en una corteza.

Ningún semblante amado se sumergió en la aureola de su sueño.

Alguien recuerda a veces vagamente su vestido celeste:

“Acaso es el color de esa estación brumosa que envolvió con sus gasas las altas alamedas...

o quizás el hechizo de algún cuento de infancia

donde había una barca abandonada llevando entre las noches de cierto aniversario           unas pálidas flores por los ríos”.

Nadie lo sabrá nunca.

No es ésta la morada de ninguna memoria,

de ningún olvido.

Por eso aquí la hierba es sólo hierba,

pero hierba celeste.

           

 

            **   * * *   **

 

 

OLGA OROZCO

 

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.

Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,

el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,

la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,

y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.

Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.

De mi estadía quedan las magias y los ritos,

unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,

la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,

y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.

Lo demás aún se cumple en el olvido,

aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes praderas,

y a la que tú verás extrañamente ajena:

mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,

en un último instante fulmíneo como el rayo,

no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada

entre los remolinos de tu corazón.

No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.

No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.

Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte

porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños,

allá, donde escribimos la sentencia:

“Ellos han muerto ya.

Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.

Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer

aposento”.

 

 

Orozco, O. (2012), Poesía Completa, Buenos Aires, Argentina, Altuna Impresores S.R.L.

 

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Moscona, M. [29 de agosto de 1999]. La puerta que no abriste. [Blog]. Recuperado de: https://www.jornada.com.mx/1999/08/29/sem-myriam.html

http://olgaorozco.blogspot.com/

https://elpais.com/cultura/2020-03-17/olga-orozco-la-poeta-del-surrealismo-cotidiano.html

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/o/orozco_olga.htm

[Diego Montes]




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