EL SIGNIFICADO DE (NO) SER MUCHOS
LAS PEQUEÑAS VIRTUDES: NATALIA GINZBURG
«Nuestra
ciudad se parece —nos damos cuenta ahora— al amigo que perdimos y que la quería
tanto; es, como él era, laboriosa, ceñuda en su actividad febril, y terca; y,
al mismo tiempo, es perezosa, siempre dispuesta al ocio y al sueño.»
[Retrato
de un amigo]
Natalia
Ginzburg (Palermo, 1916 − Roma, 1991) es una de las voces más singulares de la
literatura italiana del siglo xx. Fue una intelectual, escritora y política
italiana. La obra de Natalia Ginzburg se adentró en el ensayo, pero también
destacó como novelista, editora, dramaturga, poeta y fue parlamentaria por el
Partido Comunista durante los últimos años de su vida. Su aguda inteligencia
logró que en su literatura confluyeran la tristeza y el humor para tratar temas
delicados, como el aborto, la religión y la familia.
Publicó
en 1934 su primera narración, a la que siguieron obras teatrales como Me
casé por alegría (1964; Acantilado, 2018), ensayos: Las pequeñas
virtudes (1962; Acantilado, 2002), Nunca me preguntes (1970) y Serena
cruz o la verdadera justicia (1990; Acantilado, 2010), así como novelas: El
camino que va a la ciudad (1942; Acantilado 2019), Y eso fue lo que pasó
(1947; Acantilado, 2016), Nuestros ayeres (1952), Valentino
(1957), Las palabras de la noche (1961), Léxico familiar (1963), Querido
Miguel (1973; Acantilado, 2003) y Vita imaginaria (1974)—, así como
la biografía: Antón Chéjov (1989; Acantilado, 2006).
Las
Pequeñas virtudes (1962), es una pequeña colección de 11 ensayos escritos entre
los años 1944 y 1960, que comparten una escritura instintiva, radical, una
mirada comprometida llana y conclusivamente humana. Desde el amor, la guerra,
el duelo, la amistad, el exilio y pobreza, el recuerdo estremecedor de Cesare
Pavese y la experiencia intrincada de ser mujer y madre son algunas de las
historias de una historia que Natalia Ginzburg ensambla adecuadamente, con una
reflexión sagaz siempre atenta al otro.
En
Periódico Poético te compartimos Retrato de un amigo, ensayo que forma
parte del libro Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg con traducción de
Jesús López Pacheco:
Retrato
de un amigo
La
ciudad que amaba nuestro amigo sigue igual; ha habido algún cambio, pero es poca
cosa: han puesto trolebuses, han hecho algunos pasos subterráneos. No hay cines
nuevos. Los antiguos siguen igual, con los mismos nombres, nombres que, al decirlos,
despiertan en nosotros la juventud y la infancia. Nosotros vivimos ahora en otro
sitio, en otra ciudad completamente distinta, más grande; y cuando nos encontramos
y hablamos de nuestra ciudad, hablamos de ella sin pena por haberla dejado y
decimos que ya no podríamos vivir en ella. Pero cuando volvemos a nuestra ciudad,
nos basta atravesar el atrio de la estación y caminar en la niebla por los paseos
para sentirnos como en nuestra casa; y la tristeza que nos inspira la ciudad cada
vez que volvemos a ella está en este sentimiento nuestro de encontrarnos en
casa y de comprender, a la vez, que ya no tenemos razones para estar en nuestra
casa; porque aquí, en nuestra casa, en nuestra ciudad, en la ciudad donde hemos
pasado la juventud, nos quedan ya pocas cosas vivas y nos recibe una multitud
de memorias y de sombras.
Nuestra
ciudad, por lo demás, es melancólica por naturaleza. En las mañanas de invierno
tiene un característico olor a estación y hollín difundido por todas las calles
y todos los paseos; si llegamos por la mañana, la encontramos gris de niebla, y
envuelta en ese olor tan suyo. Se filtra a veces, por entre la niebla, un sol
débil que tiñe de rosa y de lila los montones de nieve, las ramas deshojadas de
las plantas; la nieve, en calles y paseos, ha sido paleada y recogida en
pequeños montones, pero los jardines públicos están todavía cubiertos por una
densa capa intacta y blanda de un dedo de alta en los bancos abandonados y en
los bordes de las fuentes; el reloj del picadero está parado desde tiempo
inmemorial en las once menos cuarto. Al otro lado del río se eleva la colina,
también ella blanca de nieve, pero salpicada aquí y allá de una maleza rojiza;
y en lo alto de la colina destaca un edificio color naranja, de forma circular,
que fue en tiempos la Opera Nazionale Balilla. Si hay un poco de sol y resplandece
la cúpula de vidrio del Salón del Automóvil, y el río corre con reflejos verdes
bajo los grandes puentes de piedra, la ciudad puede llegar a parecer, por un instante,
riente y acogedora; pero es una impresión fugaz. La naturaleza esencial de la ciudad
es la melancolía: el río, perdiéndose a lo lejos, se evapora en un horizonte de
nieblas violáceas que hacen pensar en el ocaso incluso a mediodía; y en algún
punto se respira ese mismo olor oscuro y laborioso del hollín y se oye un
pitido de tren.
Nuestra
ciudad se parece —nos damos cuenta ahora— al amigo que perdimos y que la quería
tanto; es, como él era, laboriosa, ceñuda en su actividad febril, y terca; y,
al mismo tiempo, es perezosa, siempre dispuesta al ocio y al sueño. En la
ciudad que se le parece sentimos revivir a nuestro amigo vayamos donde vayamos;
a cada esquina, a cada vuelta, nos parece que de pronto puede aparecer su alta
figura con abrigo oscuro, la cara hundida entre las solapas, y el sombrero
calado sobre los ojos.
El
amigo medía la ciudad con su largo paso, terco y solitario; se recogía en los
cafés más apartados y llenos de humo, se quitaba ágilmente el abrigo y el
sombrero, dejándose, sin embargo, en torno al cuello su horrible bufanda clara;
se enredaba en sus dedos los largos mechones de sus cabellos castaños, y luego
se despeinaba de improviso con movimiento brusco. Llenaba hojas y hojas con su
caligrafía ancha y rápida, tachando furiosamente; y celebraba, en sus versos,
la ciudad:
Questo è il giorno che salogno le neblie
dal fiume
Nella bella città, in mezzo a prati e
colline,
E la sfumano come un ricordo… [1]
Sus
versos resuenan en nuestro oído cuando volvemos a la ciudad o cuando pensamos
en ella; y ya no sabemos ni siquiera sin son versos bellos: hasta tal punto forman
parte de nosotros, hasta tal punto reflejan para nosotros la imagen de nuestra juventud,
de los días ya lejanísimos en que los escuchamos de la viva voz de nuestro amigo
por primera vez; y descubrimos, con profundo estupor, que hasta de nuestra gris,
pesada e impoética ciudad se podía hacer poesía.
Nuestro
amigo vivía en la ciudad como un adolescente; y así vivió hasta el final. Sus
jornadas eran, como las de los adolescentes, larguísimas y llenas de tiempo:
sabía encontrar tiempo para estudiar y para escribir, para ganarse la vida y
para vagar por las calles que amaba; y nosotros, que nos afanábamos, combatidos
entre la pereza y la actividad, perdíamos las horas en la incertidumbre de
decidir si éramos perezosos o activos. Durante muchos años no quiso someterse a
un horario de oficina, aceptar una profesión definida, pero cuando consintió en
sentarse ante una mesa de oficina, se transformó en un empleado meticuloso y en
un trabajador infatigable, y aún se reservaba un amplio margen de ocio; hacía
sus comidas a toda velocidad, comiendo poco, y no dormía nunca.
En
ocasiones estaba muy triste; pero nosotros pensamos, durante mucho tiempo, que
se curaría de esta tristeza, cuando se decidiera a hacerse adulto: porque la
suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y
distraída del muchacho que aún no pisa la tierra y se mueve en el mundo árido y
solitario de los sueños. A veces, de noche, venía a vernos; se sentaba, pálido,
con su bufanda al cuello, y se retorcía los cabellos o arrugaba una hoja de
papel; no pronunciaba en toda la velada una sola palabra; no respondía a
ninguna de nuestras preguntas. Al fin, de pronto, cogía el abrigo y se
marchaba. Humillados, nos preguntábamos si nuestra compañía le había
desilusionado, si había tratado de tranquilizarse a nuestro lado sin conseguirlo,
o si, por el contrario, se había propuesto sencillamente pasar una velada en
silencio bajo una lámpara que no fuese la suya.
Conversar
con él, por otra parte, no era fácil, ni siquiera cuando se mostraba alegre;
pero un encuentro con él, incluso compuesto de raras palabras, podía ser tónico
y estimulante como ningún otro. En su compañía nos volvíamos mucho más inteligentes;
nos sentíamos empujados a poner en nuestras palabras cuanto de mejor y más
serio había en nosotros; apartábamos los lugares comunes, los pensamientos imprecisos,
las incoherencias.
Junto
a él, a menudo nos sentíamos humillados, porque no sabíamos ser, como él, sobrios,
ni modestos, ni generosos y desinteresados. Siendo sus amigos, nos trataba con
maneras rudas, y no nos perdonaba ninguno de nuestros defectos; pero si teníamos
algún sufrimiento o estábamos enfermos, se mostraba de pronto solícito como una
madre. Se negaba por principio a conocer a gente nueva; pero podía ocurrir que,
de repente, con una persona impensada a la que nunca había visto hasta entonces,
una persona incluso vagamente despreciable, él se mostrase expansivo y afectuoso,
pródigo en citas y proyectos. Si le hacíamos observar que aquella persona era,
por muchos aspectos, antipática o despreciable, él decía que lo sabía perfectamente,
pues le gustaba saberlo siempre todo, jamás nos concedía la satisfacción de
contarle algo nuevo; pero no explicaba, ni lo hemos sabido jamás, cuál era el
motivo por el que trataba a aquella persona con tanta confianza mientras que le
negaba su cordialidad a otra gente que se la merecía más. A veces le entraba curiosidad
por alguna persona que él pensaba procedía de un mundo elegante, y la empezaba
a tratar: acaso pensaba aprovecharla para sus novelas; pero al juzgar el refinamiento
social o de costumbres, se equivocaba y tomaba por cristal los fondos de botella;
en esto era, pero sólo en esto, muy ingenuo. Se equivocaba sobre el refinamiento
de costumbres; pero en cuanto al refinamiento de espíritu o de cultura, no se
dejaba engañar.
Tenía
un modo avaro y cauto de dar la mano al saludar: conceder unos cuantos dedos y
retirarlos en seguida; tenía un modo huraño y parsimonioso de sacar el tabaco
de la bolsa y de llenar la pipa; y tenía un modo brusco y súbito de darnos dinero
cuando sabía que lo necesitábamos, un modo tan brusco y súbito, que nos quedábamos
aturdidos; decía que era avaro del dinero que poseía y que le dolía separarse
de él; pero en cuanto lo había soltado, dejaba de importarle. Si estábamos lejos
de él, no nos escribía, ni respondía a nuestras cartas, o respondía con unas
pocas frases cortadas y frías; porque, decía, no era capaz de querer a los
amigos cuando estaban lejos, no quería sufrir su ausencia, y enseguida los
borraba de su pensamiento.
No
tuvo jamás una esposa, ni hijos, ni casa propia. Vivía en casa de una hermana casada,
que le quería y a la que también él quería; pero también con su familia tenía sus
típicos modales rudos, y se comportaba como un muchacho o un forastero. Venía a
veces a nuestras casas, y miraba con ceño fruncido y bonachón a los hijos que
nos iban naciendo, las familias que nos íbamos creando; también él pensaba en
formar una familia, pero lo pensaba de una forma que, con los años, se iba
haciendo cada vez más complicada y tortuosa; tan tortuosa, que en ella no podía
germinar ninguna sencilla conclusión. Con los años se había creado un sistema
de pensamientos y de principios tan enredado e inexorable, que le impedía
realizar las cosas más simples, y cuanto más prohibida e imposible se hacía la
cosa simple, tanto más profundo se hacía en él el deseo de conquistarla,
enredándose y ramificándose como una vegetación tortuosa y sofocante. A veces
estaba tan triste que nosotros queríamos acudir en su ayuda; pero no nos
permitió jamás una palabra compasiva, un gesto de consuelo, más aún, ocurrió
que nosotros, imitando sus maneras, llegamos a rechazar en la hora de nuestro
desconsuelo su misericordia. No fue para nosotros un maestro, aun habiéndonos
enseñado tantas cosas, pues veíamos perfectamente las absurdas y tortuosas
complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla; y nosotros
habríamos querido enseñarle también algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo
más elemental y respirable, pero no logramos enseñarle nada, pues cuando intentábamos
exponerle nuestras razones alzaba una mano y decía que él lo sabía ya todo.
En
los últimos años tenía un rostro arrugado y enflaquecido, devastado por los atormentados
pensamientos; pero, en la figura, conservó hasta el final la gentileza de un
adolescente. En los últimos años llegó a ser un escritor famoso, pero esto no cambió
en nada sus costumbres esquivas ni la modestia de sus actitudes, ni la humildad,
consciente hasta el escrúpulo, de su trabajo de cada día. Cuando le preguntábamos
si le gustaba ser famoso, respondía con una sonrisa soberbia, que siempre se lo
había esperado: tenía a veces una sonrisa astuta y soberbia, infantil y malévola,
que relampagueaba y desaparecía. Pero aquello de que siempre se lo había esperado
significaba que lo que había logrado no le proporcionaba ninguna alegría, pues
era incapaz de gozar de las cosas y amarlas apenas las poseía. Decía que
conocía su arte tan a fondo que no le ofrecía ningún secreto; y, puesto que no
le ofrecía ya ningún secreto, no le interesaba. Nosotros mismos, sus amigos,
decía que no teníamos ya secretos para él y que le aburríamos infinitamente; y
nosotros, mortificados de aburrirle, no lográbamos decirle que veíamos
perfectamente dónde se equivocaba: en su resistencia a doblegarse, amándolo, al
curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y aparentemente sin
secretos. Así, pues, le faltaba por conquistar la realidad cotidiana, pero le
estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía a un tiempo sed y
repugnancia; por tanto, no podía sino mirarla como desde lejanías sin confines.
Murió
en verano. Nuestra ciudad, en verano, está desierta y parece muy grande, clara
y sonora como una plaza; el cielo es limpio, pero no luminoso, de una palidez lechosa;
el río fluye liso como una carretera, sin emanar humedad ni frescor. De los paseos
se alzan nubes de polvo; pasan, procedentes del río, grandes carros cargados de
arena; el asfalto de la avenida está todo sembrado de piedrecillas que se
cuecen en el alquitrán. Al aire libre, bajo los quitasoles a franjas, las
mesitas de los cafés están abandonadas al calor.
No
estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido
agosto; y eligió la habitación de un hotel de los alrededores de la estación, pues
quería morir, en la ciudad que le pertenecía, como un forastero. Había imaginado
su muerte en una vieja poesía, muchos años antes:
Non sarà necessario lasciare il letto.
Solo l’alba entrerà nella stanza vuota.
Basterà la finestra a vestire ogni cosa
D’un chiarore tranquilo, quasi una luce.
Poserà un’ombra scarna sul volto supino.
I ricordi seranno dei grumi d’ombra
Appiattati cosi come vecchia brace
Nel camino. Il ricordo sarà la vampa
Che ancor ieri mordeva negli occhi spenti.
[2]
Fuimos,
poco tiempo después de su muerte, a la colina. Había fondas a lo largo de la carretera,
con pérgolas cargadas de uvas rojizas, juegos de bochas, concentraciones de
bicicletas; había alquerías con montones de panochas, la hierba segada
extendida para que se secara sobre sacos; el paisaje al margen de la ciudad y
en los límites del otoño que él amaba. Sobre las riberas herbosas y los campos
arados, contemplamos a la luna subir en la noche de septiembre. Éramos todos
muy amigos y nos conocíamos desde hacía muchos años: personas que siempre
habían trabajado y pensado juntos.
Como
suele ocurrir entre los que se aprecian y han sido afectados por una desgracia,
tratábamos ahora de querernos más y de ayudarnos y protegernos unos a otros;
pues sentíamos que él, de cierta manera suya misteriosa, siempre nos había
ayudado y protegido. Él estaba más presente que nunca en aquella ladera de la
colina.
Ogni occhiata che torna, conserva un gusto
Di erba e cose impregnate di sole a sera
Sulla spiaggia. Conserva un fiato di mare.
Come un mare notturno è quest’ombra vaga
Di ansie e brividi antichi, che il cielo
sfiora
E ogni sera ritorna. Le voci morte
Assomigliano al frangersi di quel mare.
[3]
Ginzburg,
N. (1964), Las pequeñas virtudes, Madrid, España. Acantilado Ediciones.
____________________
[1] «Éste es el
día en que suben las nieblas del río / a la bella ciudad, entre prados y
colinas, /
difuminándola como un recuerdo…»
[2] «No será
necesario abandonar la cama. / Sólo el alba entrará en la estancia vacía. /
Bastará la ventana
para vestir todas las cosas / de una tranquila claridad, casi una luz.
/ Se posará una
sombra descarnada en el rostro supino. / Los recuerdos serán grumos
de sombra /
escondidos como viejas brasas / en la chimenea. El recuerdo será la llama
/ que ayer aún
mordía en los ojos apagados.»
[3] «Cada ojeada
que se lanza conserva un gusto / de hierba y cosas impregnadas de
sol atardecido /
sobre la playa. Conserva un hálito de mar. / Como un mar nocturno es
esta sombra vaga /
de ansias y viejos estremecimientos, que el cielo roza / y vuelve
cada noche. Las
voces muertas / se parecen al romper de aquel mar.»
http://www.acantilado.es/persona/natalia-ginzburg/
http://www.acantilado.es/catalogo/las-pequenas-virtudes/
https://www.letraslibres.com/espana-mexico/literatura/por-que-importa-natalia-ginzburg
[Diego Montes]
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