EL SIGNIFICADO DE (NO) SER MUCHOS: INÉS ARREDONDO
RÍO SUBTERRÁNEO
Inés Arredondo (1928 – 1989) es una de las más
sobresalientes cuentistas mexicanas. Su obra está compuesta por 34
relatos que integran sus tres libros, y
entre cuyas fechas de publicación existieron largos periodos de silencio, de 14
y 10 años respectivamente: La señal (1965), Río
subterráneo (1979), con el que
obtuvo el Premio
Villaurrutia, y Los espejos (1988), además de un cuento para niños titulado Historia
verdadera de una princesa (1984,
con ilustraciones de Enrique Rosquillas).
Sus narraciones marcan un parteaguas en la literatura mexicana porque abordó temas delicados para la sociedad mexicana, sobre todo, hizo énfasis en las relaciones familiares y de pareja. Sus relatos siempre cuestionan los roles y ponen en abismo los valores tradicionales para subvertir la moral al uso y contravenir el statu quo. No sólo profundizó en asuntos como el erotismo, la locura, la muerte, la perversión, el amor, la pasión, el voyerismo, la pérdida de la inocencia, la infidelidad y la traición, sino que denunció esos “secretos” ocultos, inherentes a muchas familias mexicanas de entonces y de hoy, como el abuso sexual, el maltrato de los padres a los hijos, el autoritarismo. Si bien en sus primeros cuentos la mirada de Arredondo se concentra en mostrar la fragilidad que existe entre las nociones de “bueno” y “malo”, será mediante la ambigüedad, la combinación de contrastes y los claroscuros, como conseguirá afianzar su postura estética como escritora de primera línea en las letras mexicanas.
Perteneció a la Generación del
Medio Siglo, también bautizada como grupo de la Casa del Lago o grupo de la Revista Mexicana de
Literatura, cuyos miembros no sólo
desarrollaron una obra creativa propia, sino una labor crítica sobre distintos
campos artísticos: teatro, cine, pintura, música, poesía, novela, cuento y
ensayo, además de tratar temas que antes habían sido censurados en México.
En Periódico Poético te compartimos dos cuentos de la obra
Río Subterráneo y un cuento publicado en Sábado (suplemento del periódico
Unomásuno), núm. 409, 17 de agosto de 1985, p. 9., de la escritora mexicana
Inés Arredondo:
ORFANDAD
A
Mario Camelo Arredondo
Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta
por una blanquísima
sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados
arriba de los codos y las
piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un
pequeño batoncillo que
descubría los cuatro muñones.
La pieza donde
estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas
anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una
carretera de Estados Unidos por
donde todo el mundo, tarde o temprano, tenía que pasar. Y
digo estábamos porque
junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre,
perfectamente rasurado y
limpio. Esperaba.
Entraron los
parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol
y de bullicio. El médico les explicó:
—Sí, es ella. Sus
padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron,
pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que
se detuvieran ustedes.
Una mujer muy
blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las
mejillas.
—¡Qué bonita es!
—¡Mira qué ojos!
—¡Y este pelo
rubio y rizado!
Mi corazón palpitó
con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en
medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola
mención a mis mutilaciones.
Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de
ellos.
Pero por alguna
razón misteriosa, en medio de sus risas y su parloteo, fueron
saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El
doctor repitió lo que dijo
a los primeros parientes.
—¿Para qué salvó
eso?
—Es francamente
inhumano.
—No, un fenómeno
siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto
chistoso.
Alguien fuerte,
bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
—Verá usted que se
puede hacer algo más con ella.
Y me colocó sobre
una especie de riel suspendido entre dos soportes.
—Uno, dos, uno, dos.
Iba adelantando
por turno los troncos de mis piernas en aquel apoyo de
equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisoncillo
como a una muñeca
grotesca. Yo apretaba los ojos.
Todos rieron.
—¡Claro que se
puede hacer algo más con ella!
—¡Resulta
divertido!
Y entre carcajadas
soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.
Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de
muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había ni médico
ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en
Estados Unidos? Estoy en el
cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría
nunca. Quizá nadie pasó antes
tampoco.
Los cuatro muñones
y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro
horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo
sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció
ni lo hará jamás.
** * * * **
APUNTE GÓTICO
Para
Juan Vicente Melo
Cuando abrí los ojos vi que tenía los suyos fijos en mí. Mansos.
Continuó igual, sin
moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me
había despertado.
Su cuerpo desnudo,
medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama.
La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del
lado donde él estaba,
y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia
mí, pero a pesar de la
sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad
amarillenta acariciaba el vello
de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo;
también hacía salir
ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela
blanca, como si fueran los de
un cadáver.
La tormenta había
pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir
en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el
tronco levemente vuelto
hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí,
con el dorso vuelto y la
palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome,
reteniéndome.
Mi madre dormía en
alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no,
más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer,
otra, eso era lo cierto.
Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la
he visto.
Vi la blanca carne
del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y
palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente
curvos sobre la mano
ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito
de mi lengua sobre la
piel tibia, en el antebrazo.
Tenía los ojos
fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a
pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en
algo mío. Ese algo que me
impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el
centro, que hacía
extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo
hipnotizado y
atraído.
Ese algo que podía
ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira,
simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que
estamos compartiendo. Es
otra cosa que nos une.
Pero sí lo es. Las
ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una
gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo,
entre la vela y mi mirada.
Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes
dientes, prieta, mugrosa,
costrosa, Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos
astutos y ojos rojos fijos
en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño,
es una rata que va tras de
su presa.
Con sus uñas
sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en
la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea, abre la bocaza,
su garganta gotea
sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega al
hombro izquierdo. Me
hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él
y se queda ahí, la
mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad
sobre el otro, muy cerca
del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus
ojillos chispean. Ha llegado.
Ha triunfado.
Ahora sí creo que
mi padre está muerto. Pero no, en este preciso instante,
dulcemente, sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la
oscilación de la vela.
** * * * **
EL HOMBRE EN LA NOCHE
De pie, a mitad de la ciudad, a mitad de la calle, el hombre
se siente a sí mismo.
Llueve y una cortina de lágrimas lo envuelve: algo llora
sobre su existencia, sobre su
pensamiento, sobre su corazón. No es posible escuchar sino
los pasos en sordina de la
lluvia. La gran ciudad, avergonzada, calla, las luces de los
coches lamen sus ojos al
pasar cansadas y artificiales y él cree que lo miran cientos
de cortesanas. Los
edificios se levantan tiesos y grises, como los amigos; los
árboles no son sino
fantasmas que han venido de los bosques a aumentar la
desolación; el suelo mojado,
tendido a sus pies, remeda grotescamente al cielo y a las
luces. Y el amor se ha
quedado atrás, en la carcajada estridente de una muchacha.
De pie, el hombre
siente a la noche sobre su frente de piedra. Entre sus dientes de
luna repta el frío del espanto y se va quedando mudo, único
en su soledad, en medio
del silencio cósmico…
Se repite que es
panteísta sólo para recordar a Dios, pero de su alma seca se
escapa la esencia de las cosas, los signos del amor se
enturbian ante sus pupilas
dilatadas, y entonces Dios es frío como la lluvia, venal como
las luces e insondable
como la noche… Solamente sabe que Dios no es padre y que la
eternidad se tiende
ante el hombre como una espantosa lengua oscura.
De pie, el hombre
intenta pensar en su madre. La llama desesperadamente en un
grito que se quiebra en el final de la calle, y entonces
puede entreverla, crucificada
por sus palabras en el cielo tembloroso que han dibujado sus
labios. Sí, es ella, ante el
Cristo agonizante, ella con sus ojos doloridos y sus llagadas
manos nazarenas. ¡Es
ella: la madre!
Pero tiene que
cerrar los ojos para no mirarla más: ¡cómo ofenderla
contemplándola a la luz desvergonzada de un farol? Le hace
falta la luna para que
ilumine las suaves facciones de su afecto… Pero Artemisa,
egoísta como todas las
vírgenes, se ha marchado y la lluvia se ríe de él y de su
esfuerzo por encontrarla. Y…
¿por qué la madre en cruz necesita, cada vez más, de la diosa
pagana?…
Pero ya la madre
no importa, la lluvia no importa, ya las luces no importan: ante
el hombre está desnuda la noche.
El lucero
cabalgaba sobre la espalda de la tarde, pero la tarde, asustada, saltó la
cerca del horizonte y el lucero se apagó de frío entre las
fauces de la oscuridad… ¿En
dónde están las cenizas del lucero?… Cierto que sobre su
muerte lloró el cielo, mas a
las nubes las ahogó lo negro y la lluvia no es ahora sino una
treta del misterio.
El hombre ya no
tiene sangre, por sus venas circula el aliento de la noche y la
noche es la boca de la muerte: el hombre se ha quedado solo
ante la muerte… Allá, al
final de la calle, está su vientre insondable. Ella lo
liberará de sí mismo y de las
obsesionantes luces, ella es quizá todo lo que tiene… quizá
allí estén la verdad y el
amor. Ella lo llama. Lo hipnotiza con el suave redoble del
agua. El hombre está solo
ante la muerte. Va a empezar a caminar, pero entonces siente
en las ideas confusas de
su mente, en las razones vagas de su sangre, que no puede
morir, y se queda, sigue, a
mitad de la calle, a mitad de la noche, a mitad de la
soledad, de pie.
Arredondo, I., (2011), Cuentos completos, Ciudad de
México, México, Fondo de Cultura Económica.
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http://www.elem.mx/autor/datos/72
https://sombradelaire.com.mx/rio-subterraneo-de-ines-arredondo/
https://www.morbidofest.com/archivos/32849
http://www.uam.mx/difusion/revista/dic01ene02/mendoza.html
[Diego Montes]
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