EL SIGNIFICADO DE (NO) SER MUCHOS: JUAN RULFO
NO OYES LADRAR A LOS PERROS
Juan
Rulfo (1917 – 1986) Novelista, cuentista, fotógrafo y editor, reconocido por su
volumen de cuentos El llano en llamas (1953) y su primera novela Pedro Páramo
(1955). A partir de la aparición de estos títulos mantuvo un contacto frecuente
con el cine; su segunda novela, El gallo de oro (1958), el cortometraje El
despojo (1959) y su participación en el filme La fórmula secreta (1964) son
producto de ello. Durante las dos últimas décadas de su vida, se encargó de
editar en el Instituto Nacional Indigenista una de las colecciones de
antropología contemporánea más importantes de México.
Una de las principales características de la prosa de Juan Rulfo es el lirismo y la plasticidad que tienen las voces de sus textos. La capacidad del autor para describir con una sola imagen un ambiente completo o una persona es maravillosa. El relato en sí mismo es una delicia y solo con el ritmo y la cadencia de las frases ya valdría para considerarlo un relato excelente, pero, además, en el texto, Juan Rulfo hace gala de un gran dominio de las figuras retóricas. Mérito doble si pensamos que las emplea a través de la boca de un narrador deficiente. Rulfo es el autor más difundido en México. Millones de ejemplares de sus libros han sido parte de las lecturas obligatorias de la instrucción básica en las escuelas. Quizás el interés por su obra se deba a que logró retratar toda la sociedad mexicana.
En Periódico Poético te
compartimos dos cuentos que se pueden leer en línea, del
escritor mexicano Juan Rulfo:
¡DILES QUE NO ME MATEN!
-¡Diles
que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles.
Diles que lo hagan por caridad.
-No
puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que
te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo
haga por caridad de Dios.
-No se
trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero
volver allá.
-Anda
otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No
tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por
saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las
cosas de este tamaño.
-Anda,
Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino
apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió
sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino
se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta
del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy,
pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y
de los hijos?
-La
Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué
cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían
traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el
intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido.
También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora
que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba
a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como
creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más
por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus
razones. Él se acordaba:
Don Lupe
Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que
él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de
Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero
se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo
se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su
compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue
cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta
las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don
Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera
a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se
volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca,
siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto
sin poder probarlo.
Y él y
don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que
una vez don Lupe le dijo:
-Mira,
Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él
contestó:
-Mire,
don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos
son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me
mató un novillo.
“Esto
pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el
monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al
juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía
después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de
todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este
otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y
se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para
viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo
entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don
Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas.
Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los
llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que
tener miedo.
“Pero los
demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí
andan unos fureños, Juvencio.
“Y yo
echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días
comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me
fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue
toda la vida.”
Y ahora
habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que
lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría
tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en
paz”.
Se había
dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar
morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para
librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado
para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por
ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
Por si
acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que
amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por
la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para
nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le
fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que
le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar.
No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para
eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para
que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se
dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas
piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a
eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde
entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los
ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que
tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su
cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que
haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal
vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al
Juvencio Nava que era él.
Caminó
entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era
oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y
traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos,
que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de
sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida.
Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla
probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola
con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que
sería el último.
Luego,
como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a
decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño
a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito
se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus
amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a
su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el
camino.
Los había
visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él
había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa.
Pero ellos no se detuvieron.
Los había
visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y
después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún
modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y
la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que
ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en
un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía
junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía
la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera
que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca
le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como
si hubieran venido dormidos.
Entonces
pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del
pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la
noche.
-Mi
coronel, aquí está el hombre.
Se habían
detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál
hombre? -preguntaron.
-El de
Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale
que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú!
¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba
frente a él.
-Sí. Dile
al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale
que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que
dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don
Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces
la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé
que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro
lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe
Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto.
Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego
supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en
el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo
encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el
encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto,
con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es
llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma
podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no
lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que
está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo.
No debía haber nacido nunca”.
Desde
acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo
y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame,
coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado
de viejo. ¡No me mates…!
-¡Llévenselo!
-volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he
pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de
muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,
siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir
así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles
que no me maten!
Estaba
allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.
Gritando.
En
seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo
y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por
fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había
venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora
otra vez venía.
Lo echó
encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a
caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera
mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de
prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio
del difunto.
-Tu nuera
y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que
no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa
cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
** * * *
**
NO OYES
LADRAR A LOS PERROS
—Tú que
vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna
luz en alguna parte.
—No se ve
nada.
—Ya
debemos estar cerca.
—Sí, pero
no se oye nada.
—Mira
bien.
—No se ve
nada.
—Pobre de
ti, Ignacio.
La sombra
larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a
las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo.
Era una sola sombra, tambaleante.
La luna
venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya
debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte.
Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero
no veo rastro de nada.
—Me estoy
cansando.
—Bájame.
El viejo
se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar
la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,
porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá
atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había
traído desde entonces.
—¿Cómo te
sientes?
—Mal.
Hablaba
poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que
le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego
las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza
como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y
cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te
duele mucho?
—Algo
—contestaba él.
Primero
le había dicho: «Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana
o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora
ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande
y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su
sombra sobre la tierra.
—No veo
ya por dónde voy —decía él.
Pero
nadie le contestaba.
El otro
iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me
oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro
se quedaba callado.
Siguió
caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no
es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que
está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba,
Ignacio?
—Bájame,
padre.
—¿Te
sientes mal?
—Sí
—Te
llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que
allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace
horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se
tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te
llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se
hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero
acostarme un rato.
—Duérmete
allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna
iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en
sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no
podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo
esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted
fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado
tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo
curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando
porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones,
puras vergüenzas.
Sudaba al
hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco,
volvía a sudar.
—Me
derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde
yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi
hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba
la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le
di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos,
viviendo del robo y matando gente…
Y gente
buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino.
El que lo
bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte
de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a
ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque
yo me siento sordo.
—No veo
nada.
—Peor
para ti, Ignacio.
—Tengo
sed.
—¡Aguántate!
Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.
Haz por
oír.
—Dame
agua.
—Aquí no
hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría
a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo
mucha sed y mucho sueño.
—Me
acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas
con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya
te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso.
Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza…
Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte.
Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti.
El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella
estuviera viva a estas alturas.
Sintió
que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas
y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció
que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su
cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras,
Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño,
le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué
pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos
bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero
usted, Ignacio?
Allí
estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le
doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre
el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
Destrabó
difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello
y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no
los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Rulfo, J.
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