Historias fantásticas desde un hexágono | Patricia Acosta

SAMAIN

Por Patricia Acosta

La temporada de ofrendar a los muertos en el mes de noviembre es parte de nuestra cultura, una tradición que perdura gracias a que el ser humano es, ante todo, un ser simbólico, el mundo en el que vivimos parecería ser una suerte de rompecabezas donde cada pieza es dotada de un significado particular y las cuales traen sentido y coherencia a nuestra existencia.  

El mes de noviembre se caracteriza por ser una época de quiebre donde el mundo de los muertos y el de los vivos se conectan efímeramente. En México, así como en diferentes partes del mundo cristianizado, se comparte la costumbre de recordar, ofrendar, y, especialmente, visitar a los seres queridos fallecidos al cementerio durante los dos primeros días del mes.

Esta historia, la que les voy a contar en este pequeño artículo, comienza cuando en Francia, llegado el año 998 d.C. Odilon, el cuarto obispo de Cluny[1], instituyó el 2 de noviembre a la conmemoración de los fieles difuntos como una suerte de adaptación a la cosmovisión cristiana de una antigua tradición celta llamada: Samain.

Las celebraciones que se llevaban a cabo durante el año carnavalesco o pre-cristiano (como lo llama el medievalista Philippe Walter), se reinterpretaron en su totalidad. Para el entendimiento evangelizador, la tradición del Samain aseveraba la creencia del infierno y ofrecía, al mismo tiempo, la idea de un paraíso.

Pierre le Vénérable et ses moines, XIIIe siècle por Petrus Venerabilis

A la llegada del invierno, la luz del sol va perdiendo poco a poco su protagonismo, las noches se vuelven más largas, los árboles pierden delicadas sus hojas verdes, las temperaturas descienden drásticamente; casi como si la vida se apagara de un momento a otro. En la región de Bretaña el arribo de la “temporada oscura” fue considerado como un momento donde el mundo del “más allá” se mezclaba con el presente.

Durante esta época, en la noche el tormento de la muerte estaba mucho más presente, los antiguos bretones tenían la costumbre de esconderse dentro de sus casas y esperar a que pasara el carrete fantasmal, dirigido por el temible: Ankou[2].

El Ankou es descrito como un hombre aterrador muy alto y delgado hasta los huesos, de cabellos largos y blancos. Cuentan, quienes lo llegaron a ver, que durante su búsqueda de almas la cabeza le gira sin descanso y sus ojos vacíos son capaces de detectar cualquier movimiento. En algunos casos sostiene una guadaña con la mano, misma que afila constantemente con las osamentas humanas de las cuales se sirve hasta la mañana siguiente. Los aldeanos también podían predecir la llegada del Ankou por diversas señales sobrenaturales, entre ellas el grito de la “Lapous an Ankou[3]”, quien con su sonido nocturno helaba la sangre del infortunado que la escuchara cerca.

“Lapous an Ankou”, Collection Daniel Giraudon

Este espectro que protagonizaba la noche era encarnado por el último fallecido del año en el pueblo y su misión era llevarse a todas las almas que se atravesaran en su camino, el Ankou, por lo tanto, jamás podía ser el mismo, pues cambiaba año con año su identidad. Asimismo, es importante resaltar que si el difunto era joven regresaba al año siguiente para perseguir o asechar a los de su generación, de la misma manera si era viejo iba en busca especialmente de los ancianos. La reputación del individuo era un detalle que nunca se dejaba de lado, por ejemplo, si ella o él habían sido malas personas entonces era muy probable que el Ankou regresara más malvado que nunca.

El triunfo de la Muerte por Pieter Brueghel “el Viejo”, 1562.

El Carrete que montaba era tirado por dos caballos cadavéricos, los cuales, apenas podían sostenerse sobre sus cuatro patas. El Char de la Mort (carrete de la muerte), como se le llamó, también era escoltado por otros dos espectros que lo acompañaban a pie. Uno de ellos conducía a las bestias por delante jalándolas de sus cabezas, mientras que el otro ayudaba a despejar el camino, se dedicaba a abrir de un golpe las puertas de las casas y a ordenar perfectamente los esqueletos dentro de la carreta.


Detalle del “Triunfo de la Muerte” por Pieter Brueghel “el Viejo”, 1562.

El llamado “mundo mágico[4]” en la cosmovisión celta era considerado un lugar donde se escondía una magia divinizada y figurada a través de las hadas[5] y/o diosas-madre por excelencia. Algunos investigadores han querido demostrar una relación entre el Ankou y el dios de la vida y la muerte de origen galo-celta Sucellos[6] sin ningún resultado favorable que pueda afirmar ni sostener la hipótesis.

Existen diversas representaciones del Ankou en las iglesias y osarios de Bretaña, su figura, como lo resalta el etnólogo Daniel Giraudon, ha inspirado desde tiempos inmemoriales piezas de teatro, leyendas y cuentos populares de tradición oral que perduran hasta nuestros días.

Representación del Ankou.

Osario de Plouidry por Daniel Giraudon

Es evidente que las tradiciones que preceden a las noches del 1ro. y 2do. de noviembre esconden consigo un mundo fantástico que resume el carácter simbólico del entendimiento humano. Las creencias son resignificadas con el paso de los años de un lugar a otro, el sueño de la vida con el despertar de la muerte hace que estas leyendas cobren sentido, aún hoy, ante la incertidumbre que sentimos ante lo desconocido.

 

Referencias:

Anatole Le Braz. (1902). La légende de la mort chez les Bretons armoricains. France : Yoran Embanner.

Daniel Giraudon. (2016). L’Ankou en Basse-Bretagne. 20/10/2021, de Bretagne Culture Diversité Sitio web : http://bcd.bzh/becedia/fr/lankou-en-basse-bretagne

L. F. Alfred Maury. (1843). Les Fées du Moyen-Age. Paris : Librairie Philosophique De Ladrange.

Walter, P. (2015). Mythologie chrétienne. IMAGO.



[1] La abadía de Cluny fue fundada en 910 por Guillaume el Piadoso, duque de Aquitania. Sus miembros debían seguir la regla monástica benedictina.

 

[2] Nombre derivado de raíz celta “nek” que significa “matar” o “perecer”.

[3] Lapous significa “pájaro” en el idioma bretón. Esta lechuza que ayuda a controlar la población de roedores es conocida científicamente con el nombre de: Tyto alba.

[4] «Le monde féerique» de fata (sustantivo fememino: faé, fée, féerie), se convierte en el adjetivo «enchanté» (encantado). El término sufrió algunas alteraciones, de fata se les llamó fadas en la lengua de Occitania y, hadas finalmente en el castellano.

[5] Para los bretones cada forma de vida era objeto de un culto y nombre propios, se adoraba, por ejemplo: al agua corriente, a las piedras, a las fuentes y al bosque en sí mismo. Menciona el historiador Jules Michelet, que las hadas fueron las reinas de las Galias, a quienes con la expansión del cristianismo se les condenó y minimizó en importancia al reducirlas al tamaño de un conejo o un ratón. Las hadas fueron las sacerdotisas del mundo celta.

[6] Dios de la vida y la muerte para los antiguos galos.

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