Dos cuentos de | J.R. Spinoza

 

LA HISTORIA DE TU NOMBRE

Autor: J. R. Spinoza


“Entonces, con las alas desplegadas, dirige hacia arriba su vuelo, gravitando

sobre el aire sombrío, que siente un peso inusitado, hasta que

 aquél desciende sobre la tierra árida, si así puede llamarse

la que siempre está ardiendo con un fuego sólido,

como el lago arde con fuego líquido”.

—El paraíso perdido, John Milton.


Nací con el don de la visión. No fue hasta los siete años que pude distinguir entre fantasmas y personas vivas. Aprendí rápido que no podían hacerme daño alguno, aunque Clarita intentó que saltara del techo de mi casa cuando tenía ocho, prometiéndome que podría volar. Los fantasmas nos tienen envidia porque estamos vivos, pero si no los escuchas, lo más que pueden hacer es causarte alguno que otro susto. De quienes si había que cuidarse era de los demonios. Las sombras que entraban y salían de la casa de la vecina, eran muy diferentes a los fantasmas que merodeaban mi hogar y aquellos que había visto en la escuela y la plaza. Clarita corría esconderse en cuanto los veía.

—Nunca deben darse cuenta que puedes verlos. Cuando descubras uno cerca disimula, mira hacia otro lado, que no advierta tu mirada —me dijo una noche.

—¿Qué son esas cosas?

—Ángeles caídos, seres hechos de oscuridad. Nosotros les tememos, cuando uno de ellos ve a uno de nosotros lo persigue hasta devorarlo.

—¿También a mí?

—A los humanos comunes no pueden tocarlos, sólo susurrar en sus oídos, hacer que hagan cosas malvadas. Eso les gusta.

—¿Los humanos comunes?

Clarita caminó desde el marco de la puerta hasta mi cama y se sentó en ella. Era una niña de no más de nueve años, con el cabello lacio y castaño y los ojos de un azul oceánico.

—Tú eres diferente. Hace muchos años conocí a una niña. Se llamaba Trini. Éramos buenas amigas, jugábamos al té y a las muñecas. Sus papás incluso creían que yo era su amiga imaginaria.

—¿Qué pasó con Trini?

—Una tarde un demonio se dio cuenta que lo veía. Él la miró a través de su máscara, con esos ojos amarillos, como los de un animal.

—Espera, ¿usan máscara?

—Seguro que no les prestaste atención. Eso es bueno, ojalá continúes así. La máscara los protege del sol. Su cara no puede soportar una luz tan intensa.

—Entonces sólo hay que quitarles la máscara, hacerlo de día, ¿verdad?

—¿Tocarlos? Ni siquiera pienses en acercarte a ellos. Su fuerza es terrible y tienen unas garras con las que podrían cortarte en dos de un solo zarpazo.

Hice caso a la advertencia de Clarita quien desde ese día ya no intentó matarme. Pasaron diez años y nos volvimos buenos amigos.


—Podrías conseguirte una novia que no parezca ramera —dijo Clarita en el asiento trasero de mi auto, cuando me detuve en casa de Francia. Bajé y abrí su puerta, le di un beso y me despedí de ella —además, ¿quién se llama Francia? Es el nombre que le pondría a una teibolera.

—Para ser tan pequeña tienes una gran boca —dije cuando subí al auto de nuevo. Lo encendí y conduje a casa. Era de noche y estaba comenzando a chispear.

—Soy mayor que tú.

—Te diré algo, si prometes cerrar el pico cuando esté con ella, te prometo que te dejaré elegir a mi próxima novia.

Mi propuesta la dejó pensativa. Hubo silencio por quince minutos hasta que di vuelta a la cuadra de nuestra casa.

—Y esa novia… ¿tiene que estar viva?

La pregunta me distrajo tanto que cuando regresé mi vista al frente descubrí a la vecina delante. Frené de golpe, estuve a punto de atropellarle. Me bajé de inmediato. La anciana me aseguró que estaba bien. Entonces lo vi. Una figura encapuchada tras ella, debía medir dos metros, me miró a través de su máscara negrísima, la cual tenía talladas algunas runas que parecían sangrar. Vi esos malditos ojos amarillos de los que Clarita me había hablado.

La anciana lo volteó a ver y después a mí. Luego me dedicó la sonrisa más retorcida.

—¡Qué tengas buena noche! —me dijo y se retiró a su casa y el demonio se fue tras ella, pero sin quitarme la mirada de encima. Yo hice un vago esfuerzo por disimular, más por miedo que por creer que daría resultado. Subí al auto y lo estacioné. Luego tomé el rosario del retrovisor, lo sujeté con mi mano derecha y recargué mi frente en el volante.

—¿Qué ocurre?

—Lo vi... me vio.

—¿Estás seguro?

—S…sí — dije temblando. Despegué mi rostro del volante y la miré directo a sus ojos de océano.

—Vamos a la casa —dijo frunciendo el ceño. Ante su determinación no me quedó más remedio que obedecer.

  Ella se dirigió hasta la cocina. Mis padres estaban dormidos. Me pidió que tomara la sal, así lo hice y nos dirigimos a mi habitación donde esparcía la sal creando un perímetro alrededor de nosotros.

—¿Qué hay de mis padres?

—No puede tocarlos.

Escuché un batir de alas, luego el siseó de serpientes, como en aquellos documentales en los que filman un nido de víboras de cascabel. Vi como la sal poco a poco comenzaba a consumirse.

—Si no te han visto, quizá podrías irte —le dije a Clarita.

—Siento bonito que te preocupes por mí —me tomó de la mano y por primera vez sentí su tacto. Estaba por preguntar cómo era esto posible cuando me interrumpió.

—La sal no los detendrá. Es sólo para ganar tiempo. Quería…bueno yo…Trini se murió, ¿sabes?, yo me escondí aquella vez, ya sabía cómo… es sólo que no me quería ir… no sé lo que hay más allá. Ni a qué lugar iré.

—Clarita, ¿qué me estás…? —La sal había terminado de consumirse. La puerta del cuarto se abrió.

—Yo hubiese sido una gran novia —una lágrima le resbaló por la mejilla —Beshem haShem Elohei Israel. Mimini Mikhael, Umismoli Gabriel, Umilifanai Uriel, Umeajorai Rafael. VeAl roshi Shejinat El —recitó.

Una luz cegadora la invadió. Y toda ella se volvió incandescente. La luminosidad fue tal que me vi obligado a cerrar los ojos. Cuando los abrí un hombre de capucha blanca estaba de pie junto a mí. Tenía una espada hecha de fuego en la mano y una máscara color marfil cubría su rostro, esta tenía unas runas, similares a las de los demonios, sólo que de color dorado. El ángel abrió sus alas y se abalanzó frente a la horda de demonios.

Esa noche ningún demonio me tocó. A la mañana siguiente la vecina fue encontrada muerta. Y jamás volví a ver un ángel en mi vida.

Bien, ahora a dormir.

—No papá, cuéntame otra historia.

Beso en la frente a mi hija. Me levanto de la cama y conecto una pequeña lamparita con forma de Hello Kitty.

—Una historia por noche, ese fue el trato Clarita. ¿Sabes qué hacer si ves algo extraño?

—Gritar como loca.

—Así es, yo vendré enseguida.

—Te amo papá —dijo tras un largo bostezo.





LA FRUTA DE DIOS

J. R. Spinoza

 

 

La frase “vamos a echar una cascarita” se entiende en cualquier lugar de Latinoamérica, incluso me atrevería a decir que en cualquier sitio donde hablen español. El fútbol (a diferencia del polo, el golf y la esgrima), es un deporte que no tiene miramientos en el origen humilde de sus practicantes. Hasta el más pobre puede disfrutarlo, y así ha sido desde su invención, que a falta de pelota se ha jugado con cocos, melones y naranjas. Siendo estás últimas las predilectas por su escaso valor comercial. Para evitar que se mancharan de jugo al patear la fruta, los muchachos del barrio (de cualquier barrio), le hacían un hoyito y con un popote sorbían el líquido. Dejando poco más que la cáscara. De ahí viene el término: “cascarita”.

 

Mi historia con Diego, comenzó también con una naranja. Mi padre me había dejado a cargo del puesto por unos minutos mientras él discutía con su proveedor. No recuerdo el día, pero sé que recién había cumplido los siete. Como hijo de comerciante, los números nunca fueron problema para mí. Sumaba desde los cuatro y para los seis ya sabía multiplicar y dividir. Conocía los precios de cada fruta exhibida en el mostrador y sabía dar el vuelto de billetes grandes. Un hombre vino a comprar un kilo de plátanos y se quedó admirado de que un chico de mi edad supiera usar la balanza. Yo me sentí grande. Pensaba que en unos años sería yo quien hablase con el proveedor y en lo orgulloso que estaría mi padre.

—¡Te roban! —el grito de la tiendera vecina me sacó de mis ensoñaciones. Un muchacho de algunos catorce (después supe que tenía en realidad trece) había cogido una naranja y comenzó a caminar haciendo dominadas con ella. Se paseaba el esférico de los pies a la cabeza y después a la rodilla, al pecho y los hombros.  La fruta nunca tocó el suelo.

Yo corrí tras él y cuando lo llamé ladrón, se giró sin dejar caer la naranja y continúo dominándola mientras me respondía.

 

—No soy ningún ladrón, pibe. He tomado prestada la naranja, cuando gane la copa, pagaré a vos una docena.

 

Esa noche, antes de dormir, me reproché el no habérsela quitado. Hoy cuarenta y siete años después, pienso que es uno de los recuerdos más valiosos de mi vida.

Otro de ellos fue poco después del Mundial de México, en 1986. Para aquel entonces Diego se había convertido en una especie de dios para mis paisanos al levantar La Copa del Mundo. Yo había contado la historia de la naranja hasta la extenuación, pero pocos la creían. Era 30 de julio y la selección volvía al país. Muchos fuimos al aeropuerto de Ezeiza a ver volver a nuestros campeones. El lugar estaba  lleno, pero los policías les crearon un perímetro a los jugadores, de modo que pudiesen caminar con libertad. Algunos saludaban, otros lanzaban besos, pero no Diego. El llevaba un balón en los pies y al igual que el día que lo conocí, no permitió que tocase el suelo. Algo me dijo, creo que no se me hubiese ocurrido a mí sólo, qué le gritase algo, cualquier cosa.

 

—¡Me debes una naranja! —grité, y por un momento temí que se perdiese entre tanto ruido.

De alguna forma consiguió filtrarse. El campeón del mundo detuvo la pelota. Miro a la derecha, después a la izquierda y lo juro por mis padres. Me sonrió.

Un par de semanas después recibí paquetería no esperada. Una docena de naranjas, un balón y una nota.

 

Con esta pelota ganamos la final. Copa del Mundo de 1986.

Mi deuda está saldada.

Diego Armando Maradona.

 

El balón estaba autografiado.

 

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J. R. Spinoza H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Egresado de la escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Licenciado en Educación Primaria, ejerce como docente en la Secretaría de Educación Pública, desde 2013. Primer lugar en el IX Concurso de Cuento infantil CEAC 2022. Mención Honorífica en el Premio Nacional de Cuento “Gabriel Borunda” 2022. Becario del PECDA Tamaulipas (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Finalista en el Primer Concurso Nacional de Poesía Emergente Antonio Alatorre. Finalista en el Premio Ariadna de Cuento 2021. Finalista en el Premio Ariadna de Poesía 2021. Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Libre Sayula 2022 “Juan Rulfo”. Finalista en el concurso internacional de minificción “Mi vía de escape” de Chile. Ganador del concurso de escritura de Pathbooks en abril de 2019. Ganador del concurso “Letras Fantásticas” de Editorial Winged en 2020. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019 El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021). Tragaluz (Winged, 2021). Adversus Diaboli (Teoría Omicrón, 2021). Para destruir el final y otros cuentos de fantasía y ciencia ficción (Winged, 2022). ¿Qué quieres que te lea? (UAEMéx, 2022. In Nomine Patris. Paternidad y otras quimeras (UACOAH, 2022). Mantenerlos a raya (Tintanueva, 2023).

 

 

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