Cambio de temporada | Gaba Romualdo

 



CAMBIO DE TEMPORADA 

[Gaba Romualdo]


En punto de las seis de la tarde salgo de la oficina para entregarme a la rutina de todos los días desde hace ya más de diez años, sea lunes, miércoles o viernes. Seis-y-media, gimnasio; ocho en punto, comida para llevar del pequeño restaurante de la esquina y enseguida directo a mi apartamento.   Ceno mientras miro alguna película que me mantenga fuera de la realidad. El ruido de la TV, aunque a veces no la miro mucho, aliviana el silencio y la sensación de soledad.  Mi apartamento es excesivamente silencioso: vivo en la azotea de un edificio y antes de la azotea hay dos pisos consecutivos en ruinas, deshabitados desde hace no sé cuánto —el día que me mudé ya estaban solos—. Así que el silencio aquí no es algo difícil de conseguir. Si no fuera por la TV, bien podría enterarme de las íntimas conversaciones de ratones y cucarachas bajo la duela. 

 

Claro que no siempre he permanecido en estado solísimo. Tuve una vez un amor, mentiroso, sobre todo.  Debió nacer con el síndrome de Pinocho porque después de un tiempo supe que me mentía a todas horas. Sus mentiras eran tan emocionantes que, cuando descubrí la verdad, pensé que pudimos ser felices en esa burbuja sin que yo me enterara de que vivíamos entre inventos. No sé qué tan lejos habríamos llegado si me hubiera mentido una vez más para que resolviéramos aquello. Quién sabe si la mentira tenga brazos tan fuertes, capaces de sostener una vida; la que teníamos, por ejemplo.

 

Después de esa ruptura intenté a veces con mucho afán tener citas durante un tiempo. Ninguna invitación salió bien. Entre que yo no resultaba ser lo que ellas buscaban o ellas simplemente no eran mi tipo —me gustan morenas, pero sobre todo con clase e inteligentes—.   Pero no fue esa la razón por la que definitivamente dejé de buscar citas.  Antes de terminar como una persona soltera que disfruta del autoplacer nocturno, caí en la cuenta de que era mejor esperar a que llegara la persona indicada. Leí hasta el cansancio y en un sinfín de sitios en la red que es mejor reencontrarse con uno mismo después de un bache amoroso, por lo que aguardé sin prisa, con esperanza y determinación, hasta que empecé a sospechar que nunca llegaría nadie. Así, la idea de necesitar tiempo para mí después de que el amor de mi vida me abandonó —porque ya no supe cómo mentirme— se alargó, primero a regañadientes y luego por decisión y comodidad. Desde entonces, esta soltería me ha llevado a experimentar cosas, tornándose en algunos momentos verdaderamente inquietantes.  La soledad se convirtió en una especie de experimento que voy realizando en mí. Si tenía la soledad debía hacer algo con ella. Y lo mejor que me ha salido fue eso. 

 

 El principio fue igual que para cualquiera. Pero después de unos dos años, sobre todo los domingos por la tarde, cuando mi apartamento no podía ser un lugar más sórdido y triste, me sentaba en el sofá, frente a mi imagen sombría que se reflejaba en el televisor y pasaba largos ratos hablando en voz alta acerca de cómo era estar solo. Lo hacía en un tono tan sereno, que hasta me escuchaba autosuficiente —aunque era muy pronto para que fuera realmente así— porque a esas medianas alturas yo aún tiraba manotazos y patadas en contra de mi situación. Relataba lo que había vivido, sobre los supuestos placeres de estar sin nadie, pero a medida que avanzaba mi discurso, hablaba también de lo asfixiante de experimentar los más hondos y remotos rincones, cuando no se podía escuchar otra voz más que la mía ahí dentro. Hablaba imaginando que ya habían pasado muchos años y simulando que alguien me cuestionaba sobre mi odisea en las heladas y agudas aguas de la soledad. Cosas comunes: lo triste que resulta dormir solo después de una ruptura —en un principio—. La sensación de desgracia era terrible cuando por estar mirando en la TV algo gracioso me reía de manera escandalosa. Entre risa y risa, me topaba con mi figura en el espejo retorciéndome a carcajadas como si estuviera demente. Entonces me sentía miserable y terminaba emitiendo un sonido híbrido —ni risa ni llanto—. Pero también hablaba de mi soberanía en casa; que si la libertad, mi tiempo, ese delicioso egoísmo de no pensar en nadie más que en mí, mis decisiones, mi tiempo, mi ritmo, mi todo, mi control remoto del televisor.

 

Más allá de dos años, de lo más perturbador en mis letanías, es que comencé a sentirme algún tipo de monstruo, pedazo de miserable, una persona enferma o pervertida. Porque cuando por accidente rocé la mano de algún desconocido o algún amigo con mis dedos, experimenté algo, una vibración en el cuerpo, un calambre —¿un pequeño orgasmo?—; eso me asustó. Como si yo fuera una burbuja peligrando reventar a la menor provocación. Fue intimidante preguntarme «¿Qué faltaba?, ¿qué venía?, ¿sería la soledad un juego de serpientes y escaleras?, ¿en ese juego ganaría?, si sí, ¿qué iba a ganar?, ¿flotar sobre un enorme cisne, caipiriña en mano sobre amargura, acaso?».

 

Lo que vino fue el sentimiento de ser invadido. Al recibir un abrazo ¡agg!, qué insoportable situación. ¿Qué cosa era aquello? Mis circuitos ya no procesan el contacto físico como una sensación agradable, sino como una invasión, una amenaza a mi integridad. Hace tanto desde que alguien no me expresa amor y deseo. Como un alud a media madrugada es la sensación de un abrazo en mis circunstancias. Pocos se han podido dar cuenta de que llevo años siendo un caso totalmente distinto a lo que aparento todo el tiempo —y cómo lo odio—. La sensación más frustrante que conozco la experimento cada vez que alguno me interroga sobre mi situación sentimental. ¡No me creen! «¡Cuánta modestia!, ¡no mientas!». Opté por rendirme. Finjo que por supuesto bromeo. Y me pongo a inventarme amoríos, que según mis inventos no tienen importancia, porque no me gusta ni confío en eso de enamorarse, aunque en este punto del experimento, ya algo —o todo— hay de cierto. Ya no me interesa importarle a alguien, duermo bien sin nadie, incluso fantaseo con usar mis ahorros para solicitar a una empresa inglesa, una sex doll de apariencia natural, sí, una amante silenciosa. Ya no es habitual para mí que haya alguien además de mí en casa. Las veces que me visitó el plomero, por ejemplo, rogaba para que terminara pronto con su bulla y así se largara. Y cuando visito la casa de mis padres la situación es peor. Me volví intolerante, antisocial. Cualquiera, por salud, habría comprado sexo; en cambio yo, cuando leí que las personas que no practican sexo tienen más riesgo de sufrir un paro cardiaco, comencé a masturbarme a diario. Debo admitir que me gustó. Ya esperaba la hora de ir a la cama para autocomplacerme a mis anchas, con mis videos favoritos de mujeres nalgonas teniendo sexo con alguien que se parecía a mí. Y al final enrollarme en las sábanas sin nadie a quien hacerle conversación después de una hora de erotismo, sin nadie que me robara un buen pedazo de cama, sin preocuparme de agradecer a nadie al día siguiente por la noche de sexo o madrugar para preparar el desayuno y luego llevarlo optimista a la cama para mi amante. Solamente me quedaba durmiendo, sin sentido, hasta que me despertara la alarma del reloj a las seis de la mañana. También dupliqué mi rutina de cardio en el gimnasio, todo con tal de tener un corazón sano para cuando hubiera que entrar en una ardorosa faena. Pero lo de la sesión de autocomplacerme solo me duró hasta que terminé por aburrirme de eso.

 

 Mis practicas se han ido reduciendo más y más, incluyéndome solo a mí siempre, tomándome  en serio solo a mí: sitios de chats «calientes» en internet, paseos a solas en bicicleta montaña arriba —me encanta estar en la cima, el olor a verde, estar tan arriba que se pueda ver todo—; leer, drogarme con música, cocinar platos perfectos; noches de sábado con un tarro rebosante de espumosa cerveza, domingos de TV. Algunos fines de semana salgo a correr sobre la arena, a la orilla del mar, mientras me salpica la brisa matutina —el ruido del mar como el de la lluvia y el trueno, no me importa—; luego me siento a mirar lo inacabable del océano, llenándome los pulmones de aire salitroso y toneladas de melancolía. Al mar le temo tanto que pienso sería bueno morir en sus manos, pero no puedo entrar, así que cada vez que me siento frente a él espero a que ese tsunami de mis pesadillas me caiga encima sorpresivamente.

 

Cada vez que salgo me sorprende lo bien que sigue la vida, todos los días, transformándose, increíble, incansable y optimista sin importar quién, ni por qué, se queda a fuerza de sí mismo encerrado en casa. Hoy después de pasar un día metido en la cama, sometido por una gripe, quise llamar a la pizzería de siempre, con Hugo —es su negocio y siempre había atendido él mismo cada vez que llamé—. Pero el asunto es que esta vez fue una voz nueva, que después de colgar, provocó que me estuviera aguijoneando cruelmente la idea de que mínimo, hacía unos cinco años no escuchaba la voz de una mujer al otro lado de mi teléfono sin que se tratara de mi madre. Me gustó tanto escuchar esa voz dulce y nueva al llamar por mi pizza, que le hice recitarme el menú, pedí que me recomendara la mejor pizza, le di indicaciones sobre mi domicilio que le confundían, solo por alargar la llamada. Cuarenta minutos más tarde llegó mi pizza. Mientras comí pensé en esa llamada y en qué soledad tan larga y bárbara me encuentro.

 

 Aquí no habría primavera de no ser por los ruidosos pájaros y las flores en el patio allá abajo, emergiendo de entre la tierra; no habría verano, pero avisa el sofoco, las gotas que escurren desde mi sien hasta dividir en dos mi pecho y se rompen en las carnes de mi barriga. No habría tantas palabras descolgándose desde mi memoria, pero me late en los dedos un vacío.  «¿Habré sido yo?», me preguntaba a cada dentellada contra el pan dorado de harina. «¿Será un asunto de mala suerte, como murmuran mis amigos?». Cuánta compasión sentí por mí después de esa pregunta. «¿O es que al verme en abandono, la soledad se hizo de mí?... ¡Oh, pobre víctima!... ¿Seré un caso extraño del síndrome de Estocolmo… o será que siempre fui el mismo y no lo sabía?», me respondí. Un ser misántropo, tímido, con cara de pocos amigos que una vez en su vida tuvo la suerte de estar acompañado.

 

Sea como sea, quizá no me cure nunca, y lo siguiente será la extrema soberbia, el hartazgo, creer que es suficiente manoseo, de un algo que más que un placer me haga sentir patético, enfermo —los que son sentimientos sumamente serios—. Sin nadie a quien inventar un carajo sobre la luna y las estrellas, nadie a quien contarle mis confidencias, porque me siento más seguro siendo escuchado por la discreción de mi sombra y estas paredes. Posiblemente, solo me iré apagando sin sentido, despacio, hasta que no quede nada sino solo el envés de aquel que pude ser, consciente de mi tristeza, una tristeza honda, absurda y contagiosa. Terminaré insoportable, lamentándome del sol, de la lluvia, del calor, del frío cuando encaje sus incisivos en mis rodillas.

 

 Me reduje a un casi pecaminoso silencio, por el sinsabor que causa la ausencia de las pasiones y el amor. No se va a ningún lado, se anda en círculos, solo, solo, SOLO. ¡Qué solo! Cada vez más silencioso y tímido, más amargo. Sin miedo a la muerte. Más árido y solo. Recorro la casa de norte a sur, de la cocina al baño, con algunos nombres desgastados en mi lengua, con preguntas borrosas e imágenes fuera de foco en la memoria. Tirito de frío en la cama en pleno verano y, sin embargo, tengo el corazón sosegado. Estoy libre. Libre de temores, libre de dudas, del a veces quejumbroso y venenoso amor de los otros. Con este impenetrable rostro de mirada piedra color marrón.

Espero mirarme dentro de poco en el espejo, tener un encuentro demasiado íntimo conmigo mismo, reconocer aun en mi fragmentación, aun solo, mi plena totalidad. Despertar un día, no demasiado tarde y descubrir que la temperatura está tres grados arriba, que no hace falta paraguas, botas para lluvia, ni cobijas; como nunca, sentirme cerca de mí, con la seguridad de que posiblemente ahí dentro de lo que vean mis ojos se encuentra lo que pensé encontrar en otro. Que el pronóstico de mi tiempo sea otro. Cielos límpidos y cegadoras nubes blancas. Y ya con el drama vuelto comedia, mejor decidir ir a gastar mis ahorros hundiendo mis plantas en la arena blanca de La Riviera Maya, atravesar de punta a punta la Ciudad Prohibida en Pekín o recorrer feliz los Campos Elíseos, completo conmigo mismo. Que no quede asomo de mi soledad.



Cuento publicado por la Revista Engarce, en diciembre de 2021. 


Gaba Romualdo (Gabriela Romualdo Ramírez). Acapulco, Gro., México. 1985. Escritora. Autora del libro Cartas a Victoria. Sus textos han sido publicados en las revistas culturales: Caracol Azul, Posada Almayer, Palabra infinita, Página Salmón, Engarce Revista, Fósforo, Mitote, Kaleido Revista Literaria, DOBLE VOZ, y en la revista Intropia. Autora de la novela corta, Cartas a Victoria (2019) y del cuento “Pudimos ser millonarios” (2022), seleccionado por la editorial Winged mediante concurso, para su publicación en plaquette impresa en agosto de 2023. Es fundadora y Directora de Periódico Poético, Revista de divulgación literaria, , proyecto incentivado en 2020, por la Revista de la Universidad. 


Comentarios

Entradas populares