Rojo sobre rojo | Gabriel Orlando Regalado
Rojo sobre rojo
Mi
piel se va palideciendo, demacrando, va perdiendo vida. Estoy aterrada,
mortalmente aterrada. Las paredes me asfixian, la oscuridad me obliga
violentamente a ser envuelta. Me corroe ese sentimiento de agobio por no poder
vomitar el horror afilado que me raspa la garganta, porque además empieza a
pudrirse dentro mío, muy dentro mío, donde nada parece ser visto ni escuchado. He
llorado tanto que las lágrimas se han vuelto dagas afiladas prendidas de fuego.
Mis ojos están en un declive de todo lo hermoso que alguna vez se atravesó por
ellos; mis manos abandonan sus fuerzas. En la puerta, a mi lado, están grabadas
las horas, los días, la aterradora desesperación, el eterno horror. Aquí dentro
se siente que por completo la esperanza está perdida, extraviada, obligada a
huir; son sólo un montón de callejones sin salida, de bucles interminables,
empapada en lágrimas y gritos, en gritos y lágrimas, y así sucesivamente. Ya no
tengo noción de nada-o de casi nada-, estoy ida, mi mirada divaga entre la
constante penumbra para pasar al dolor sin fondo, al abismo del sufrimiento. Hay momentos donde escucho el sonido de la puerta y logro
ver una breve luz que me ciega por una pequeña rendija. Sientes el escalofrío
recorriendo tu cuerpo; incesantes punzadas que van aumentando con el paso de
los segundos. Y están ahí, aquellos alientos hediondos, aquellas voces trágicas
y siniestras, esos macabros y asquerosos sudores que se impregnan en tu cuerpo,
las respiraciones agitadas con las que muero otro poco. Odias cada maldita
palabra que te susurran al oído sus repugnantes labios; no importa que sea otra
voz, u otros labios, u otros dedos, u otra lengua áspera y determinante que me
raspa el cuerpo y me quiebra en pedazos; no importa, voy cayendo en un pozo mal
oliente e infinito. Tengo miedo de estar acostumbrándome al propio temor, a lo
podrido, a la desesperanza, a lo equivocado. Me estoy dando cuenta que mis ojos
sólo pueden descifrar negro sobre negro, y rompo en llanto sobre este epitafio
tan oscuro. Me digo a mi misma con el escaso aliento que me queda: voy a
dormir, al amanecer todo será diferente, el dolor se habrá ido. Antes de cerrar
los ojos, y fingir que duermo, oigo romper los brotes, se distorsionan los
insultos, los portazos a lo lejos, las patadas y escupitajos habituales; que
aterradoramente han dejado de dolerme o de humillarme.
Despierto bruscamente, un día
particularmente denso y gélido. Él subía con dificultad los escalones de madera
hacia la salida de la habitación, de la que yo siempre veía borrosa o
difuminada, y otras veces, olvidaba que existía. No ha
notado que me he puesto de pie con resguardada cautela, no sé ni cómo ni ya
para qué, pero lo he hecho sin quiera dudarlo. He corrido con todas mis fuerzas
(no sé de dónde he sacado esas infranqueables fuerzas), y he caído con mi
frágil peso justo por la espalda de su vetusto cuerpo. Tumbado en el filo de la
entrada, me acerco a él y le doy una iracunda mordida bajo el pómulo derecho
hasta hacerlo sangrar. Lo pateo numerosas veces en el abdomen, en el rostro;
procurando que no trate de levantarse. Lo arrastro del cuello de su amarillenta
y apestosa camisa, directo a una de las ventanas de la sala que ya había
borrado de mi memoria. Con una mano enredo sus pocos cabellos en mis dedos, y
para asegurarme con el otro agarro la parte trasera de su cráneo, y con furia
implacable y desbordante, lo impacto contra el vidrio-una vez, otra vez-hasta
finalmente quebrar la luna en pedacitos. Tomo uno de los vidrios rotos-no tan
pequeño, ni el más grande-volteo su cuerpo y lo pongo boca arriba, lo observo
unos segundos, trago saliva, y aprieto los dientes. Le
clavo, mirándolo fijamente, el vidrio afilado en su garganta. Sus ojos se han
puesto blancos, su cuerpo entero parece convulsionar. He metido los dedos en el
hueco ahora más profundo de la herida- lo abrí más, un poco más- He notado
enseguida la retorcida y satisfactoria sonrisa en el espejo opaco delante de mí,
que poco a poco se ha ido esclareciendo. Mis ojos han dejado de observar tan
solo negro sobre negro. Empiezo a sentir como todo se va tornando rojo sobre
rojo; cualquier color que no sea el mismo de ayer, es aceptable para mí; y rojo
sobre rojo le voy hablando con ira descontrolada a su cuerpo sin vida; como si
estuviera escupiendo fuego envuelto en dolor, o expulsando lágrimas que le
hacen agujeros en la piel; aún más al volver a recordar que aquel hombre alguna
vez la cargó en sus brazos, y ella alguna vez lo llamó papá.
Gabriel Orlando Regalado Montalvo o Gabo Montalvo, (Chiclayo, Perú 2001). Es escritor, poeta, columnista de la Revista digital Kametsa, e integrante del Movimiento Cultural Internacional ERGO. Se encuentra cursando la carrera de Administración de Negocios Internacionales. Ha publicado mayormente poemas y cuentos en diversas revistas literarias. Fue finalista de un concurso de poesía organizado por la página web literaria Sweek en español. Todo ello con poemas y cuentos como: "Cabeza decapitada", "He muerto", “Deformación", "El sol ha desaparecido", "La caída eterna", “Rojo sobre rojo”, entre otros. Ha participado en cuatro antologías literarias, una digital, otra audiovisual y dos físicas. En el mes de junio 2021 su cuento "Mi querida Natalia", fue aceptado y publicado en la app editorial de historias breves ipstori. Ha publicado una plaquette de poesía titulada: “La teoría del final”. Comenzó a escribir entre los 11 y 12 años en un lugar recóndito y escondido de su hogar, inspirándose en los escritores y autores que conoció en su adolescencia. Debido a un hecho bastante trágico en su vida decidió publicar sus escritos en plataformas virtuales de historias gratuitas y posteriormente siendo aceptado en su primera revista digital, comenzando una historia que él no quisiera que tuviera fin.
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