Humano por dentro | Ana Laura Bravo | Reseña
Humano por dentro
Por Ana Laura Bravo
Alguien te observa. Sigue tus pasos. Sabe dónde has
estado y a dónde sueles ir. Te vigila. Memoriza tu rostro sin perder ningún
rasgo, porque claro: los algoritmos no parpadean. Y aunque no pueda hablarte, su
mirada confrontativa parece decir lo obvio (te veo), no sólo como una
certeza (sabes que te veo), sino como una advertencia (así que cuida
lo que me dejas ver). Imagino a Samanta Schweblin colocando un sticker en su
webcam mientras escribía Kentukis (2018), esa novela donde los humanos
juegan a ser robots y usuarios anónimos se conectan con otros a través de la
mirada. Aunque Schweblin los describe como peluche de bolsillo, que yo imagino parecidos
a Furbies (esos juguetes animatrónicos de finales de los noventa), en realidad
son cámaras afelpadas puesto que la parte central de su anatomía radica en esos
pequeños ojos o Little Eyes, como Megan McDowell tradujo el título al
inglés.
Ya sean búhos, conejos, cuervos o dragones, el papel
de los Kentukis es el de un observador casi mudo, excepto por el rechinar de
sus ruedas de goma mientras sigue a su amo. Porque la lógica del juego
que proponen estos dispositivos es que el mundo se divide en dos posibilidades:
tener un Kentuki o ser uno. Lo primero significa admitir a un
desconocido en la intimidad de tu vida: abrirle tu casa y tu familia, dejar que
escuche tus conversaciones y quizá, accidentalmente o no, que te sorprenda en
el baño o en ropa interior. Una vez que lo adquieres no tienes que oprimir
ningún botón, simplemente debes esperar a que alguien, desde cualquier parte
del mundo, acceda a tu porción de realidad por medio de esa cámara andante. Es
la ilusión de aleatoriedad con que los algoritmos pretenden imitar al destino.
Al otro lado, desde la pantalla de un computador, alguien
se conecta al Kentuki mediante un código que se puede adquirir en cualquier
tienda y que funciona con la única condición de que sólo se permite una
conexión: si ésta se pierde, por cualquier motivo, el código expira y el robot
queda inutilizable sin posibilidad de reembolso. Un simulacro de muerte para un
cuerpo artificial, aunque el usuario de carne y hueso sobreviva. Lo mismo
ocurre con el habla: si bien el Kentuki puede escuchar e incluso dispone de
subtítulos para entender el idioma de su amo, el único sonido que puede emitir
es un chillido parecido a una alarma. Lo que algunos personajes consideran una
decisión acertada por parte de los fabricantes ya que “un «amo» no quiere saber
lo que opinan sus mascotas”. Sin embargo, un Kentuki no es simplemente una
mascota.
Detrás de cada dispositivo hay una persona y en cada
conexión, un encuentro que se convierte en uno de los relatos que habitan el
libro de Schweblin. Algunas conexiones finalizan en menos de un capítulo, pero otras
continúan a lo largo de varios, para revelar la complejidad del vínculo que se
forja a partir de la mirada. Está el padre divorciado que le habla de usted al
Kentuki que tuvo que acoger en casa por recomendación de la psicóloga de su
hijo, y está la madre a quien su hijo le regaló un código para que fuera el
Kentuki de alguien más mientras él trabaja en el extranjero. También está el hijo
a quien su padre obliga a pasar el día estudiando en silencio, hasta que
adquiere un código y, como Kentuki, puede escapar de esa realidad para volver a
ser un niño en un país desconocido donde existe la nieve.
Algunos se encariñan con sus amos o sus Kentukis, al
grado de inventar formas de comunicarse, enviarse regalos y cuidarse entre sí
porque, a pesar de la artificialidad, lo que les pasa juntos es algo real. A
otros les cuesta más trabajo confiar. En los vistazos que Schweblin nos
comparte de algunas historias, los Kentukis se presentan como muñecos poseídos,
que asustan a sus amos o incluso los atacan. Pero un Kentuki es en realidad
algo tan frágil, apenas un poco más rápido que un cochecito de control remoto,
sin manos con las que pueda sostener objetos o teclear. Un peluche casi inútil,
impotente, como el del muchacho que intenta salvar a una niña secuestrada antes
de que su dispositivo se quede sin batería. O el que se deja torturar por su
dueña, quien está segura de que la persona detrás de la cámara no puede ser
sino un misógino pervertido y lo usa para descargar sus rencores.
Schweblin fragmenta al Gran Hermano de George Orwell para
hacerlo encajar en el tumulto de subjetividades a que nos ha acostumbrado el
Internet. Ambas novelas retratan, a su manera, la extinción de la privacidad y de
la parte de individualidad que nos resta; la diferencia es que, en el caso de
Kentukis, la mirada no se impone, sino que se busca. El deseo de conexión
humana se traduce en una urgencia de ser visto que no basta con definir como
exhibicionismo, sino que demanda eso turbio e invasivo que impregna a la
palabra voyerismo. El voyerismo a la inversa en que nos han educado las
redes sociales para alimentarnos de la atención y validación con que se puede
ordeñar la serotonina de nuestros cerebros demasiado rudimentarios para la era
del internet.
A principios de mayo de este año, a propósito del mes
de concientización sobre la salud mental, se hizo un llamado a reconocer la
epidemia de soledad y aislamiento que se ha convertido en un tema de
preocupación pública en Estados Unidos, aunque el problema no es exclusivo de
ese país[1]. En la época de
hiperconectividad, las personas se sienten paradójicamente más solas que nunca,
lo que se refleja en la aparición de ciertas tendencias en internet. En los mukbang,
los espectadores ven a un anfitrión comer mientras éste interactúa o finge
conversar con ellos; mientras que en los gongbang o study with me
funcionan igual pero, en lugar de comer, los anfitriones estudian y hacen tarea
propiciando vínculos parasociales con sus espectadores. En la novela, uno de
los personajes reflexiona que quizá dos personas solas, de dos mundos muy
distintos, pueden tener mucho para compartir y enseñarse.
La popularidad de esa clase de videos o transmisiones,
a veces en vivo, nos habla de nuestra necesidad de acompañamiento. Quizá, como
Schweblin intuye en su novela, todos podríamos ser Kentukis de los TikTokers,
Youtubers y otras personas, más o menos reales, a quienes seguimos a través de la
pantalla, a veces pausando nuestras propias vidas o tal vez sólo posponiéndolas
en busca de algo con que finalmente podamos vencer nuestra soledad. Porque
aunque en el libro nunca se presente un propósito definido para la idea de estos
dispositivos, cada interacción da lugar a historias íntimas y mezquinas, tal
vez insignificantes, pero como lo escribe Schweblin, desesperadamente humanas.
[1] Dichas
estadísticas aparecen en el reporte incluido en la reciente recomendación del
nuevo director de Salud Pública y Servicios Humanos de los Estados Unidos, el Doctor
Vivek Murthy, titulada Our Epidemic of Loneliness and Isolation 2023.
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Ana Laura Bravo. Es profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. "Nací en el desaparecido Distrito Federal en febrero de 1994, pero crecí en otros estados, siempre buscando algún camino de regreso a la Ciudad. Estudié literatura en la Universidad Autónoma de Querétaro y en la Universidad de Tarapacá en Chile."
Actualmente estudia la maestría en docencia y está desarrollando una tesis sobre la enseñanza de la literatura en los bachilleratos técnicos. Ha publicado en algunas revistas y escribió su primera novela, Volver al fin del mundo, con apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Querétaro, la cual se encuentra en proceso de reescritura.
"La literatura es mi laboratorio de libertad y me gustaría que mis textos pudieran hacer que quien quiera que los lea se sienta escuchado."
IG: analaura_bravop
FB: AnaLaura Bra
vo Pérez
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