Un aspirante más | cuento | Giancarlo Quispe





UN ASPIRANTE MÁS


Vertió la cal, la hoja y las trizas en el mate, bebiéndolo con pausa moderada para que cada reactivo hiciese su efecto. Necesitaba más que sus sentidos para asegurarse este libro.

Laslecturas del Ifá y el I-Ching apoyaban al Pakatnamú, en este mes de su nacimiento.

Y como los cultistas lo predijeron el evento designado al desafío sucedió.

El desalojo sería esta noche.

Ese escondrijo de prostitutas, drogadictos y criminales no tenía por qué quejarse. Aun así desde cada sótano, cuartucho y buhardilla corrían los andrajosos sin intenciones claras, pero eso sí, dispuestos a no cederlas sin retaliación. Unos idiotas amontonaron calaminas, maderos y demás desparpajos arrancados (o más bien, roídos) de sus posesiones; tapiando entradas y deseando ser tomados por intrépidos. Pero los listos entendían que el momento era propicio para estafar a sus avariciosos vecinos, a cambio de algún dinero apropiado para estos meses difíciles.

Y por supuesto, él, Sassari Mallki el catedrático, confiaba en toparse con uno de ellos y…, ayudarlo en tan afligido momento. Como era su noble costumbre en ocasiones donde su ojo clínico podía hallar algo bueno. Y este gueto tenía lo suyo. Un laberinto de tugurios donde regularmente acaecían asesinatos, secuestros, o, como se rumorea, algunos rituales innombrables. Los obreros de la ciudad (que lo frecuentaban) dieron la voz de alarma por años. Naturalmente, nadie atendía a esos borrachos. Pero, cuando el cuerpo del hijo de un potentado banquero fue hallado con cortadas de sacrificio, todo cambio. A nadie importó el motivo por el cual ése joven se internó en tan sórdido ambiente, o qué evento de lo más vergonzoso para su padre habrá cometido allí dentro. Sólo importaba que aquel escondrijo debía esfumarse de la memoria.

Tenía que actuar rápido.

Las trizas otorgadas por los cultistas estimularían sus percepciones, lo suficiente como para evadir cualquier obstrucción del viejo alquimista y quitarle su libro. Sassari los había encontrado (o mejor dicho, ellos se habían dejado encontrar) tras haber inmolado una vida que debió disfrutar, a aquello que el vulgo llamaba despectivamente: Ciencias Ocultas. Y tras alcanzar la mediana edad, sólo podía seguir adelante. Todo acabaría al anochecer. Y se apresuró en encontrar al viejo asquenazi que conoció buscando manuscritos arameos, y que poseía el libro que había soñado. Era su única oportunidad.

Pero al escuchar que había muerto, tras donar sus posesiones, sólo pudo maldecirlo y maldecir su fortuna.

Cuando su mano derecha empezó a temblarle con algo más que impotencia y rabia. Aquella no era su primera vez padeciendo efectos secundarios.

Pero al percibir como la izquierda se le sumaba comprendió que su límite estaba cerca. Otros aspirantes habían acabado arruinados mental y físicamente, incluso peor. Por lo que se dispuso a negar cualquier discordancia visual, temiendo padecer una alucinación.

Pero extrañamente, sus temblores pararon de improviso. Al percatarse de esa vieja.

La que le hacía señas con las manos, girando unos brazos robustos cubiertos por capas de ropas que, a diferencia de sus vecinos, llevaba limpias.

« Los viejos deben ayudar a los jóvenes», decía Oyekun en el Ifá»

« Pero el mismo hablaba de hechicería y maldad», como advirtió su Ika Meji»

Mas en cualquier caso él era un hombre. Y, en consecuencia, capaz de emplearse si la ocasión lo amerita. Sassari se armó de coraje, y fue hacia esa modesta tienducha de trajes, maniquís y libros engalanados, que contrastaban con este gueto.

Aquella vieja de curiosa mirada ámbar y aspecto de rancia menonita, dijo tener lo que quería; intrigándolo al instante. Entonces, llamó de un rincón obscuro entre sus maniquís, a una joven que no había notado. Una muchacha atractiva, singularmente acartonada, pero tan rubicunda y lozana que, más que agraciada, parecía enlucida por manos dotadas.

Aunque para nada se comparaba al gran libro que sostenía.

Morado y de tapa dura, sin inscripciones. Sus filos eran dorados y sus hojas agrupaban ciertos colores que lo inquietaron. Al inicio eran rojas, a la mitad azules, y al final, negras.

Repentinamente le zarandeó una abrupta ansiedad por tenerlo. Lo había reconocido. Era el libro del sueño.

De pronto las ventanas lanzaron gritos. El gueto se estaba encerrando, parapetándose. La vieja lo miró con astucia, sabía cosas que le ocultaba. Mas no podía quedarse. Así que tomó aquel libro dispuesto a pagar lo que fuera… Y para su inmensa sorpresa la joven no lo soltaba.

—¿Pero qué hace? —dijo rasposa esa vieja—. ¿Por qué quiere tomarlo ahora? Espere mejor a llegar a la privacidad de su hogar. —Y sonrió, desdentada.

Tardó unos segundos en entenderla. Al principio creyó que erraba. Pero esa sonrisa se hizo taimada, y comprendió. Cosa que lo indignó profundamente.

—Quite esa cara, —siguió esa vieja, frunciendo labios mezquinos—. Sólo ella puede darle voz al manuscrito.

Por su cabeza cruzó la sensatez de largarse.

Pero su ansiedad por el libro onírico lo superaba; miró a la joven buscando alguna voz

cuerda. Mas aquella vista perdida y taciturna, le confirmó lo peor. Una mente extraviada y ausente. Entonces supo que su única alternativa era librar a la joven de esa vieja jarjacha.

—Acepto, —exclamó Sassari.

Pero cuando preguntó el precio temiendo una estafa, la bruja volvió a sorprenderlo. Y esta vez, en verdad alterándolo—. No se moleste, ya obtendré mi paga. Seré compensada con un sacerdote para mis fines, o con un sacrificio para mis fuegos.

Cuando ese rostro añejo y agrietado, reventó con una risa enfebrecida de histeria. No

aguantó más. Tomó a la muchacha, aferrada a ese libro, para largarse inmediatamente.

Saliendo del gueto, se percató de cómo unos andrajosos los veían, haciéndoles señales

espasmódicas, e insinuando las mayores obscenidades. « Escondrijo asqueroso»

A los segundos, terminaron de tapiar esa entrada. Ellos llegaron a la avenida, y Sassari llamó a un coche. El chofer puso mirada incierta, pero él estaba tan estupefacto que apenas pudo nombrar la dirección.

Para colmo, tras llegar al hogar, descubrió que la chica era muda, y encima, que había

nacido sin lengua. La bruja se había quitado una carga.

Pero al menos tenía su libro. Y por fortuna, todo empezó a cambiar.

La muchacha recobró cognición, aunque persistía en su faz taciturna. Sassari decidió no pensar en los brebajes que esa vieja habrá remezclado en ella, ni con qué fin. Optó pordejar el libro en su estudio y pensar en qué hacer con ella. Pero tras meditarlo, le consiguió un guardarropa modesto y se resignó a tenerla temporalmente; calculó que en dos semanas podría hallar un albergue. Ahora tenía asuntos más importantes.

Desgraciadamente, una llamada le exigió retornar rampante a la docencia. Por suerte en esos días la joven demostró ser laboriosa y comedida, sobre todo al pulir sus estatuillas, sus huacos y demás tesoros de su carrera. Resultó tan útil que la tomó como su empleada.

Pero el culto seguía aguardando las conclusiones del libro.

Y una noche, regresando de unos pendientes que por fin le darían tiempo, la halló ante el manuscrito sobre su escritorio, observándolo imperturbable y pasándole un dedo rígido.

Por el ángulo, sólo pudo notar que estaba abierto en las páginas rojas.

La muchacha había encendido su lamparita, de la era de la Gran Reina, regando sobre

sus ojos abstraídos un ámbar muy familiar.

Pero apenas lo vio, ella lo cerró, desinteresadamente. «Esa vieja la ha trastornado».

Sassari urgió que le sirva un mate y la muchacha asintió, desapasionada; antes de retirarse.

Lamentablemente, su condescendencia no fue para nada recompensada.

Pues, cuando abrió el libro, éste resultó absolutamente caótico.

Una ciénaga atestada de gusanos rotos y retorcidos. Como venillas desparramando su sangre negra sobre ese papel apergaminado, manchado, y con un grasiento lustre sebáceo.

Aun así, disfrutó de cierto regusto nostálgico. La página asemejaba la piel de un cadáver.

El retorno de la muchacha no aportó luces pues, aunque ella asintió, afirmando que lo entendía, resultó incapaz de escribir. Sassari intentó inculcarle alguna vocal. Mas ella sólo garabateaba papeles con mano rígida, sin esbozarlas correctamente. Y él, antes de perder la paciencia, la mandó hacerle otro mate con todos sus ingredientes. Lo bebió raudamente y se dispuso a analizar, perceptivo y estimulado, aquel manuscrito.

Por suerte, al llegar a una veinteava hoja roja, a la luz de su lamparita Gran Reina, dio con una escena monocromática que devoraba toda la página.

Un espléndido valle lúgubre.

Igual que las tumbas de su profesión arqueológica, inestimablemente útiles para paliar sus instintos. Era inmensamente dichoso ante las momias, sabiéndose inocente de alguna muerte que, de haber sido médico, resultaría culpable; qué afortunado fue por haber tenido consejo, disciplina y mano dura cuando era vulnerable a las pasiones.

Las mismas que invocaba aquel valle cautivador.

Una veredita deshecha era cortada súbitamente por una verja herrumbrosa. Le recordó

una noche lejana, en la morgue de su abuelo difunto. « Sólo él me comprendía». Donde vio brazos deshechos: torcidos y cercenados. Y desgarramientos largos y profundos como esa trocha carcomida tras la verja del cuadro. Que partía arbustos y matorrales pantanosos, que crecían estirándose cual sarcillos de hongos, tragando ambos lados de un traumatismo abierto. Sassari tuvo el decoro de siquiera secarse la boca. Manteniendo ese tacto mientras contemplaba la acequia que aserraba al valle cual descocida sutura infectada a lo largo de vertebras. Escalaba esa imagen, sus prohibidos placeres, rodando aquella oculta nostalgia ladera arriba sobre abruptas pendientes, truncadas al filo de riscos y acantilados cortantes.

La atractiva decadencia lo fascinaba.

—Los parajes que me embelesaban, —como tarareaba su abuelo frente a sus cuerpos.

Tardó varios minutos maravillado; pero al final sus ojos coronaron la cima montañosa, perdida entre la niebla, al tope del marco. Una nubosidad tan realista que, más que pintado sobre un cuadro, parecía aproximarse flotando detrás de una ventana… Y justo allí, sobre esa cima…, corrían sombras bailando.

Saboreó placentero degustando el transcurso de aquella escena, cada momento parecía otorgar nuevos personajes. Vio chozas destartaladas y decaídas, árboles muertos estirando sus ramas como intentando alcanzar un sol, que los había abandonado. Y observó carcasas de animales olvidados. Esos detalles no existían cuando posó su vista por primera vez. Y tampoco le alarmaron. Nada importaba más que su libro, y el secreto que le aguardaba.

Alguna parte de él, que todavía lo importunaba de tanto en tanto, le suplicó que parara.

Y como si la imagen reaccionase a tan súbita intromisión, apareció el último personaje ante él. Mirándolo tras el árbol más retorcido.

Sostenía un puñal en su mano, y apuntaba la otra hacia esa cima y a sus sombras. Cualquier otro que mirase aquellos ojos, taciturnos y perdidos, habría cerrado el libro y huido por auxilio hacia la autoridad más cercana, pidiéndole pasmado y desconcertado: por que entrase y se la llevara.

Pero no Sassari. Nunca él. Él había dejado bastante de sí para alcanzar este momento.

Tanto había investigado los testimonios sobre este culto, tan convencido vivía de estos fenómenos; que no le perturbó lo más mínimo cuando la muchacha del cuadro apareció a su costado. Muda. Con el mate que siempre le pedía, y llevando un cuchillo en la mano.

Recordó al joven sacrificado en el gueto, y soltó una risotada sarcástica.

Hace mucho que no estaba así de contento. « ¡Si me vieras ahora, abuelo!».

Sassari comprendió el próximo paso, aunque los otros fueran secretos. En el I-Ching, la línea tercera del primer hexagrama atesora una advertencia: La perseverancia siempre debe fijarse a la prudencia. Pero por más sabia, esa sentencia le aconsejaba un apropiado retroceso. Mas él había inmolado demasiado de sí, para alcanzar este momento.

No tenía a dónde retroceder…

—Acepto, —exclamó Sassari.

* * *

—Confirmado, —dijo el oficial al superior, frente al cuerpo—. Es el sujeto que vieron

temblando y arrastrando un maniquí desechado del gueto, junto al libro vacío hallados en la escena del suicidio.

—Lastima, pobre demente. Dicen que era brillante pero bastante huraño…

* * *

—¡Díselos! ¡Que jamás olviden su error! —Recalcó el cultista al iniciado—. Que ese asquenazi y la menonita sepan que su prometedor catedrático, resultó siendo solamente…

Un aspirante más.





Giancarlo Manuel Quispe Talledo. Lector. Escritor. Docente en la Universidad Nacional de Ingeniería, de Lima-Perú. 


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