Un viaje a Japón | Cuento | Luis Fernando Rangel

 



Un viaje a Japón


 (…) que tenga en la mirada la fuerza de una ola. Hay olas que rozan el cielo con su cresta, olas como crestas de gallos que rozan el cielo con su canto. Hay olas que devienen en gritos y arrasan con todo lo que tocan. Hay olas que devienen en muerte.

Christian Peña

 

a Alfredo Caro

 

Nos subimos juntos al taxi. Ella dijo que no quería ir a casa y yo le dije que ya era tarde. Acabábamos de salir de la universidad. La noche empezaba a caer y la lluvia amenazaba con llegar. El taxista preguntó la dirección y ella respondió, un poco fastidiada, que vivía en la calle Arquitectura.

—A dos cuadras del centro comercial, por favor —añadió.

Yo guardé silencio. Pensé en que dentro de seis meses estaría pisando las tierras de la isla oriental. Seguramente no me instalaría para vivir, pero estaría de visita un par de meses. Me imaginé pidiendo un taxi para llevarme a mi nueva casa en la calle Hokusai.

Ella también quería ir a Japón y la tarde en que la conocí mi mejor idea fue invitarla a irse conmigo. Estábamos al centro de un parque. Nos columpiábamos y cada que alcanzábamos la cima, cuando parecíamos volar, decíamos una ciudad en la que habíamos estado. Fuimos desde Ciudad Juárez hasta Quito y desde Ojinaga hasta Madrid. Luego los columpios se quedaron estáticos. Entonces le dije que podíamos tomar el vuelo que salía en dos semanas y dejar todo atrás. Ella se quedó viendo el cielo. Lo meditó unos segundos y propuso viajar hasta dentro de un año, cuando terminara su carrera universitaria y le pagaran por sus trabajos freelance. Acepté y no dijimos más. Se bajó del columpio. Esa tarde sí quería ir a casa.

Katsushika Hokusai es uno de los pintores más importantes de la historia en Oriente. Su obra es amplia y sin embargo parece que siempre pintó las mismas estampas. El Monte Fuji y las olas del mar que rodean la isla. Todos conocen La gran ola de Kanagawa. A Katsushika le gustaba el mar, pero tal vez a Sori no le gustaba, ni a Taito, ni a Manji o a Kako. Hokusai sabía que las personas son seres cambiantes.

Llegamos a la casa y me preguntó qué quería comer. Pensé en pedir pizza o algo de comida rápida. Sin embargo, en un impulso que más bien parecía un chiste, le dije que quería comer sushi. Asintió y luego soltó una carcajada por lo bajo. Los dos sabíamos que la ciudad no tenía ningún lugar que vendiera un buen sushi. La única vez que comí uno verdaderamente decente fue en la Ciudad de México. El norte se caracterizaba por la reapropiación barroca del sushi. Entre más cosas tuviera, mejor: el relleno a veces rebasaba los diez ingredientes y todavía tenían la osadía de empanizarlo, bañarlo con queso gratinado y varios toppings. Ella dijo que cuando estuvo de paseo por Sudamérica probó un sushi delicioso. En esta ciudad comíamos un sushi totalmente diferente. Su rollo estaba empanizado con frituras y el mío estaba bañado en queso para nachos.

Después vimos una película de Tarantino y por un momento nos sentimos como aquellos samuráis del cine japonés que el director tanto parodiaba. Nos imaginamos como unos valientes guerreros que de día luchan contra las fuerzas del mal y durante la noche rebanan cuidadosamente la carne de un pez globo para colocarlo sobre nuestras piezas de sushi. Dicen que el veneno puede ser mortal inclusive en dosis muy pequeñas y que algunos chefs dejan trazas de veneno para que los comensales sientan su rostro adormecerse. Nuestro sushi no tenía carne de pez globo y sin embargo, el cansancio llegó, junto con el rostro adormecido, y sentimos los ojos caer. Nos acostamos a dormir y soñamos con una gran isla.

Hokusai sabía que vivir también es un arte. Luego descubrió que las personas no se entregan al amor porque les falta algo de instinto animal. Por eso pintó a la esposa del pescador al lado de un pulpo. Desde pequeño aprendió a ver lo que le rodeaba, como un depredador, y siempre le tuvo miedo a la oscuridad.

La primera vez que fuimos a cenar, ella quiso comer ramen. Repasamos las posibilidades y nos decidimos por el restaurante con el nombre más divertido. El lugar tenía una estampa aparentemente tradicional. El mesero llegó y nos dejó un plato de porcelana con una cuchara de madera y unos palillos desechables. Esa noche nos dimos cuenta que algunos restaurantes tienen el cinismo de preparar ramen instantáneo del que venden en los centros comerciales y agregarle un cero al precio. Ella me dijo que sabía cocinarlo de la manera tradicional, con todo el tiempo que implica, y todos los ingredientes para su elaboración. Además me prometió que algún día me prepararía un buen plato de ramen. Luego me platicó de los pescadores de Japón y me contó de la vez que pescó en la laguna que estaba cerca de su pueblo.

Cuando vivamos en Japón te haré el mejor ramen del mundo. Claro, para conseguir todos los ingredientes ahí mismo, ¿te parece?

Solo dije que sí.

¿Se puede alcanzar la perfección? En un momento de su vida Hokusai lo meditó. Se recordó a los cinco años, cuando tenía la manía de dibujar y aprendió a contornear las cosas en su imaginación, y comenzó con sus primeros trazos. Entonces llegó a una prematura conclusión y pensó que las cosas no cambiarían mucho durante cincuenta años. Durante toda esa época sus trazos, pensaba él, no distaban mucho de aquel primer impulso. No fue sino hasta los setenta y tres años cuando aprendió la verdadera forma de las cosas y entonces pudo dibujar de verdad. Luego entendió que los ochenta años tendría un progreso que lo llevaría a alcanzar la esencia del arte. Por eso cuando tuviera cien años no se tendría que preocupar: cada línea de su obra sería perfecta; poseería vida propia. Hokusai murió a los ochenta y nueve años.

Los planes siguieron en pie durante varias semanas. Nos vimos todos los días durante tres meses. Siempre buscábamos el pretexto para aprender algo nuevo de Japón. A veces ella soltaba frases en japonés y yo trataba de aprenderlas. Tomó clases durante unos años mientras estudiaba un diplomado de turismo. A veces se detenía frente a mí y con sus índices rasgaba sus ojos hasta simular un rostro aparentemente oriental para que yo practicara con cualquier frase de las que solía decir. Lo aprendimos de la televisión, en donde las parodias estereotípicas inundaban las películas norteamericanas y los programas de comedia barata de la programación nacional.

También me contó que había tomado clases de francés. Me dijo que viajó por Europa cuando cumplió quince años y que en Alemania le prometió a una mesera de un restaurante regresar cuando tuviera un hijo. La mesera le había dicho que era muy linda y seguramente sus hijos serían igual de hermosos. A mí me dijo que no quería tener hijos. Tal vez la mesera alemana guardaba el recuerdo y la esperanza de volverla a ver. Pero en las ciudades turísticas las personas se acostumbran a saber que las personas están de paso y nunca volverán a pisar la misma tierra. Así era ella.

Ahora siento que nunca terminé de conocerla. Nunca supe quién era en realidad. Tampoco me di cuenta de su enfermedad. La última vez que la vi, la tos todavía no reclamaba su voz ni sus pulmones. Ni siquiera me di cuenta de que sería la última vez. Sólo fuimos al parque y fumamos un cigarro. Ella le dio una calada fuerte y luego soltó el humo en medio de la tos. Pretextó que se quiso ahogar. Luego no dijo nada más. ¿Alguna vez dijo que me quería? ¿Alguna vez lo dije yo?

Dicen que Hokusai compraba aves para liberarlas y verlas volar en su regreso al mundo. Pintar era un ejercicio similar. Liberar las líneas y regresarlas al mundo. Darle vida a su arte. Por eso, un día el amanecer fue diferente. Como aquella ocasión en que Hokusai tuvo la revelación y pintó una de sus estampas más famosas. La gran ola de Kanagawa se derramó sobre mí y supe que los cangrejos habían comenzado la invasión.

Nunca viajamos a Japón. La tarde en que Magnolia murió, pensé en las formas en las que se puede terminar el mundo. La hora en la que todos tenemos que partir: subir a una embarcación y cruzar los mares para llegar al otro lado.

Una vez leí en una revista de curiosidades que en 1707 el Monte Fuji hizo erupción y que cuarenta y nueve días después sucedió el terremoto de Hōei. Fue un golpe muy duro para Japón. En las clases de historia de la preparatoria nos dijeron que en agosto de 1945 dos bombas atómicas cayeron sobre Japón, en las ciudades de Nagazaki e Hiroshima. Luego leí que un hombre estuvo presente en el primer ataque y decidió refugiarse en otra ciudad donde, para su desgracia, tres días después caería la segunda bomba.

Frente a su tumba, recuerdo el noticiero matutino y las palabras del presentador. Esa mañana habló del terremoto que sacudió Japón. Tenía una magnitud de siete en la escala de Richter y dejó graves daños en Okinawa y Tokara. Ningún presentador de noticias habló de la muerte de Magnolia.  Ningún periódico tenía su esquela. Sin embargo, compré el periódico para recordar la fecha de su muerte pretextando que quería leer sobre aquel terremoto y olvidarme de Magnolia.

Sé que algún día volaré a la gran isla. Llegaré a alguna playa y conversaré con los pescadores. Les diré que cada que lanzan sus redes al mar, dibujan una ola perfecta como las de Hokusai. También les preguntaré por todo lo que Magnolia me contó de ellos. Luego caminaré en el mar hasta perderme. Solo espero que la gran ola de Kanagawa regrese mi cadáver a la orilla. 




Luis Fernando Rangel (Chihuahua, 1995). Escritor y editor. Autor de los libros Cuando nuestros huesos sean fósiles (Ediciones del Olvido, 2023), Nombre de piedra (Buenos Aires Poetry, 2022), La marcha de las hormigas (Nueva York Poetry Press, 2022) y Corridos de caballos (Medusa, 2021), entre otros. Ha recibido algunas distinciones entre las que destacan el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press en 2021, los Juegos Florales de Lagos de Moreno en 2021 en el área de cuento y el IV Premio Nacional de Poesía “Germán List Arzubide” en 2020. Textos suyos han sido traducidos al inglés y al italiano y aparecen publicaciones de México, Ecuador, Colombia, España, Argentina, Chile y Estados Unidos. Es fundador y director general de la revista Fósforo. Literatura en breve; y cofundador y director editorial de Sangre ediciones. Es Licenciado en Letras Españolas por la UACH.

 

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