Ciudad de todos | Poesía | Ángel Hernández




Ciudad de Todos


I

Vi la ciudad desde las sombras

porque los doctores le dijeron a mi madre

que mi vida no valía nada por no ser blanco:

ni vivir al lado de un centro comercial

ni pasear a los perros en el parque.

 

Vi a mi ciudad con estas manos del trabajo

treinta horas al día desde que me dijeron

que nadie debía notar mi presencia en la calle

a plena luz del día y, por eso, me mandaron a la noche

con la pus bajo las costillas.

Tampoco tenía derecho de ir al médico.

 

Vi a mi ciudad ser entregada

a las transnacionales y al corporativismo salvaje.

 

Vi el desplazamiento de la mujer morena

que lo único que quería era mirar el cielo.

No se lo permitieron: construyeron grandes edificios

y le echaron ácido en la cara para borrarla de la luz.

 

Vi a la ciudad de mis tripas llenas de cáncer

ser conquistada más de la cuenta,

pagar los vidrios rotos y soportar la orina

de los aniquiladores de la justicia.

 

II

Ay, ciudad de pánico y asesinatos de Estado

 verde, blanco, rojo y tres letras negras

(negrísimas como la desolación).

Ay, ciudad de borrachos y niños con armas.

 

Ciudad. Ciudad sombra.

Desnuda ciudad y acento sobre la muerte.

Montura de los caballos que marchan hacia la Nada.

Ciudad de postes inservibles y banquetas rotas.

Ciudad echada a su suerte por los extorsionadores.

Profesional arquitecta de la Locura.

 

III

Ciudad, tus calles son mis venas enfermas

llenas de vómito y alcohol etílico.

La más antigua de las noches en ti adquiere su pulso.

Rugen tus drenajes con la furia de mis derrotas

y la oscuridad latente de tus esquinas encuentra cobijo en mí.

 

Ciudad, mi amada ausente, tus monumentos

glorifican nuestra derrota y el hambre que sustentamos.

Hambre de raíz quemada, de huesos prietos.

Hambre de maíz molido; hambre tras hambre

en las horas de la desolación.

 

IV

En esta ciudad vi a hombres y mujeres

ser sacrificados en vano.

A quienes gritaron Salvación

y les patearon el culo.

A quienes dijeron "Esta ciudad es mía"

y los de arriba los desplazaron a las orillas

arrebatándoles su ciudad, su Patria y su país.

 

A quienes pidieron ayuda, pero se las negaron

y tuvieron que cortarse las venas para poder dormir.

Inyectarse esperanza para poder dormir.

Arrojarse a las vías del metro para poder dormir.

Discutir con un policía para que los golpeara

y así poder dormir.

A quienes no les alcanzó para comprar el medicamento

y, como así lo escribió el médico en la receta,

se chuparon la herida para que se infectara

y que el dolor los hiciera dormir.

 

V

Vi a mi ciudad despertar

con el llanto de la desolación.

Arder en ácidos e incendios incontrolables

que surgieron del fuego de las balas

 

y la colilla de los cigarros.

 

La vi fastidiada de mí y de otras gentes,

del ruido de los camiones y el grito de los extorsionadores.

 

La vi quejarse de nuestra estúpida palabra.

Palabra asesina, sentencia de muerte y amenaza.

Noticia del malagüero, palabra del demonio.

Palabra de la masacre, palabra tortura,

palabra dolo. Palabra final de los tiempos.

 

Vi a mi ciudad pisoteada por las botas

y los cascos de millones de asesinos

nombrados con la palabra, la maldita palabra

vestida con una bandera corroída por la sangre,

mientras se desmayaba en la explanada de cadáveres

con la niebla de la desgracia bajo la falda

y una maldición de boca en boca entre sus labios.


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Ángel Hernández (1997). Licenciado en Creación Literaria por la UACM. Actualmente trabaja como redactor académico. Toda su obra ha sido publicada bajo distintos heterónimos en revistas y antologías electrónicas y físicas.


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