No nos mientan | Cuento | Javier Arturo Huamán
¡No nos mientan!
“Queridos compatriotas…hemos
ganado la guerra ¡Viva el Perú!”. Fue lo que dijo el Presidente de la República
esa oprobiosa mañana, ante los medios de comunicación, con su ya típica sonrisa
burlona y cachacienta que ya nos tenía acostumbrados.
Meses atrás, Alfonso Reyes (un joven provinciano iletrado que dejó su ciudad natal, para forjarse un
mejor porvenir en la capital) buscaba
trabajo mientras vivía
arrimado en la precaria casa de su tía,
allá en el picante barrio de la Victoria.
Salía del maloliente billar fumándose un cigarrillo barato, cuando
de pronto unos
soldados que al verlo junto a muchos forajidos,
a punta de amenazas con empujones, los subieron
a la tolva del camión del ejército. Allí se sorprendió al verse rodeado de varios jóvenes de su
edad: algunos atemorizados, otros parecían dejarse llevar por los
designios del destino. Frente a él estaban un grupo
de pendejos con blue jeans sucios, sin
polos, y zapatillas con huecos; éstos lo miraban de pies a cabeza. Uno de éstos
palomillas conocido como “El negro”, quiso prender un cigarrillo,
pero un soldado al verlo, le pateó el estomago
e hizo que se le quitara toda la gracia. El
negro se incorporó sin quejarse, y
desafiante: escupió sangre con flema en medio de todos.
―Carajo qué fría es esta vaina, ―exclamó Alfonso cuando tocó por
primera vez su fusil, que parecía un largo y puntiagudo pedazo de hielo. Tenía
un casco que le quedaba grande, con una cinta que sujetaba su cajetilla de
cigarros. Junto a él estaban otros cachaquitos: “El Peña”, “Cholo grueso”,
“Chino rata” y “El negro”. Éste último, quien parecía no tener miedo a lo que se
venía, decía: ―Con estas armas mataremos “monos” como mierda.
Los pertrechos de la tropa eran un desastre: sus botas de hule se
les hundían entre el barro traicionero, que parecía querer tragárselos. En las
riberas de los ríos buscando sombra, se veían a los grandes caimanes tomando
una siesta con el hocico abierto; el sol resplandeciente les atormentaba los
pensamientos, y todo a su alrededor era la maraña de la indómita selva.
―¡Vamos, todos fuera, los “monos” nos están
bombardeando! ―Gritó el teniente, azuzando a sus hombres a defender la
tierra que los vio nacer; mientras las balas enemigas
silbaban por las cabezas de la tropa. La luz de la luna caía exiguamente en ese rincón inhóspito de la selva, y el olor
a quemado invadía el campamento.
―¡Están arriba, en el monte! ―Volvió a gritar el teniente y
ordenó: ¡Suban y disparen sin discreción carajo!
Alfonso trataba que su fusil no se le cayera, el casco lo tiró
para atrás, y comenzó la operación de recuperar el monte,
en el camino había que batallar también contra los bichos del lugar, ejércitos silenciosos de hormigas rojas y mosquitos enormes
del tamaño de un dedo humano, que recorrían
sus sudorosos y angustiados cuerpos.
En la subida, su mirada primaveral quedó paralizada al ver pasar
por su lado: camillas y bolsas de
cientos de soldados mutilados, con enormes huecos en diferentes partes del
cuerpo, desparramando sus órganos viscerales por
todos lados, emitiendo un fétido olor. Sintió
asco y olió la muerte acercarse. «Ya no hay
marcha atrás» pensó, para después escupir con amargura y rabia.
«No se puede seguir subiendo el monte, hacerlo sería un
suicidio» pensó el teniente; y por radio
pidió apoyo a la fuerza aérea para que ataque la cima tomada por el enemigo. Esperaron un largo rato, agazapados entre la maleza, siempre mirando
que no vayan a ser mordidos por alguna víbora. Mas las balas enemigas, como si
estuvieran rasgando el viento, seguían cayendo sin cesar, en un aguacero
infernal de luces y pólvora.
―¡Carajo, dónde mierda están los Sukoys,
los Mig 29!... ¡Puta madre, nos van a
reventar! ―Gritaba el teniente encolerizado. Ante la falta de respuesta, ordenó a lo que quedaba de
la tropa subir como sea. Alfonso y sus
compañeros, al grito unísono de guerra, empezaron a subir acompañados del zigzagueo de
la muerte.
Alfonso solo vio las extremidades de sus compañeros volar por los
aires, en medio de una luz muy fuerte que se elevaba al cielo, producto de las
minas antipersonales. Un calor repentino le quemaba todo
el cuerpo, y después de ver como los árboles parecían estar de cabeza,
su joven cuerpo se pegó al suelo. Sus últimos segundos de vida llegaron a ver
el amanecer del cielo de Quiñones. Sus ojos petrificados habían perdido la luz
y ahora era un cuerpo inerte más en medio de la selva, que seguía escuchando
los últimos hálitos de quienes la defendían.
Meses después, en alguna capital de un país garante del conflicto,
los políticos de ambos países se daban la mano, así como un baño de
popularidad, y llegaban a un acuerdo de paz. Se
acabaría la guerra, pero a cambio de eso cedimos
un kilómetro cuadrado, y de la otra parte, las
tropas enemigas se retiraron para siempre de
nuestra tierra.
La prensa nacional empezó a cuestionar la incrédula cifra que daba
el gobierno sobre la cantidad de bajas peruanas, muchos sobrevivientes
decían: “Este gobierno corrupto nos está
mintiendo, porque son miles los pobres jóvenes que han muerto”. Ante las cámaras de televisión, un padre de
familia gritó a la multitud que se había congregado: “¡Mis hijos, sus hijos,
los hijos del Perú han muerto defendiendo la Patria, sus sueños y proyectos de
vida, fueron interrumpidos por esta maldita guerra; y ahora no se han dignado
siquiera en hacerles un minuto de silencio en su memoria, ni un monumento, ni
placa en su honor les han hecho, ¡Dónde está el pabellón nacional a media asta
en señal de duelo! ¡Ah! ¡Nada! ¡Somos pobres y no pedimos nada a cambio!...pero
¡No nos mientan! ¡No nos mientan carajo! Un amargo llanto se extendió
rápidamente como una plaga en ese lugar.
Alfonsina Zapata de Reyes, después de meses de suplicar por los
restos mortales de su hijo, velaba lo que quedaba de él en su natal Piura. Al
mismo tiempo en una tienda cerca a su casa, a través de un televisor, se
anunciaba en un mensaje presidencial, que habíamos ganado la guerra.
Javier Arturo Huamán. Quepui, Lima, (1978) Narrador peruano,
estudió Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, sus cuentos han
sido publicados en revistas digitales de España, México, Argentina y Venezuela.
Así mismo, su cuento: “El centro de Lima, un relato de mil historias” es parte
de la antología por el 27 aniversario de la revista Letralia.
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