Alunizaje, cuento de Luis Fernando Rangel

 


Alunizaje | Luis Fernando Rangel

 

A la mujer de la escafandra, por el cosmos y el mar

 

1

Una semana antes de terminar nuestra relación, Jazmín me preguntó si yo creía que los norteamericanos llegaron a la luna. Estábamos sentados en una fuente a las afueras de la universidad, en donde las parejas siempre terminaban sus relaciones. Alrededor había muchos árboles y pensé que desde ahí no se podría ver la luna. Le respondí que no. Ella bajó la mirada y dijo que sí lo creía. Lo dijo como si se tratara de una confesión. No sabía por qué, pero le gustaba creer que era cierto, que realmente una persona pisó la luna, que la humanidad conquistó el cosmos.

Noventa años atrás la posibilidad de llegar al espacio parecía absurda. En ese entonces mi bisabuelo era un joven entusiasta de la espacionáutica y militante de un naciente partido político que soñaba con acabar con los problemas del país.

Muchos años antes mi madre le preguntó lo mismo a mi papá. Estaban frente al Palacio de Bellas Artes y se le antojó pensar en la Torre Latinoamericana como un cohete.

—¿El hombre llegó a la luna? —preguntó mamá.

Viendo la punta de la torre, pensó en lo hermoso que se vería la tierra desde allá arriba: todo debe ser tan pequeño. La primera vez que viajó en avión comprobó que desde el cielo las personas parecen hormigas.

—No —respondió mi padre.

Estando frente a Jazmín no le pregunto por los hombres que vieron el espacio y pisaron la luna, le pregunto si me quiere y responde lo mismo que papá cuando piensa en el alunizaje.

 

2

No volví a saber de Jazmín durante algunos meses. Después de graduarnos de la universidad nos enfrentamos a un mundo que nunca nos dejó de parecer brutal. Cada quien hizo lo que pudo para formar parte del engranaje del sistema. Por eso entre mis compañeros de generación había periodistas, maestros y oficinistas, como yo, empleados de instituciones en donde se premia la burocracia, la apatía y el servilismo.

Solamente había pequeños momentos que nos servían para escapar. Conservábamos trofeos cotidianos que día a día aligeraban la carga. Por eso en el cajón de mi oficina se empolvaba un retrato suyo. Me lo regaló una tarde, después de clases, cuando platicábamos y quería mostrarme un libro: era de sus favoritos y hablaba sobre vaqueros y lágrimas. Lo abrió para leerme un fragmento y su retrato estaba como separador. Entonces me reí y lo tomé. Ella se limitó a decirme que me lo regalaba. Luego la guardé como una especie de amuleto, aunque terminó por perderse en algún lugar de la oficina, entre la papelería que va y viene, hasta instalarse en un lugar secreto.

Una de las primeras veces que cruzamos palabras fue una tarde que estábamos afuera de la universidad. Conversamos sobre una clase sin importancia. Ni siquiera recuerdo de qué hablamos, sólo la recuerdo a ella. Su madre llegó a recogerla y al despedirme, viendo a donde se encontraba el carro, el sol me lastimó la vista. Desde entonces un halo de luz la cubrió por completo. Por eso, en las tardes de sol, la podía imaginar sentada en la banca que estaba afuera de la universidad. El cabello le caía por la espalda y de vez en cuando lo movía para refrescarse. La tarde en que terminamos, el sudor nos corría por el rostro. Ninguno lloró, sólo sudamos. La fuente donde nos sentamos de seguro seguía vacía y sucia. Quizá en algún momento fue hermosa, pero en todos mis años de universitario nunca la vi funcionar.

Recordar a Jazmín con la mirada baja, mientras veía a las hormigas, también me hacía pensar en mi madre. Jazmín, al igual que ella, pensaba que la gente vista desde arriba se ve tan diminuta como los insectos. ¿Habrá algo más grande que nosotros? Cuando era niño mi mamá me dijo que la luna menguante era la pestaña de Dios y durante años tuve miedo de ver al cielo. Después no dejaba de ver la luna porque quería encontrar la otra pestaña y, si tenía suerte, verlo parpadear. Pero nunca sucedió. Luego mamá me dijo que cuando Dios pestañeaba sucedían los eclipses. A veces también imaginaba el alunizaje y pensaba en los astronautas. ¿Cómo se vería la tierra desde la luna? ¿Ellos pudieron ver el rostro de Dios?

Un día Jazmín me preguntó qué sintieron los astronautas al ver la luna y qué sintieron al pisarla. Nunca supe responderle. Yo sólo tenía más preguntas. Únicamente podía imaginarlo. Por ejemplo, a veces me gustaba imaginarme como un astronauta a la espera del despegue: estar reposando en el asiento, con los nervios de la aventura que se está por emprender. Si nadie había pisado la luna, yo sería el primero en hacerlo. Entonces le respondería a Jazmín lo qué sintieron los astronautas al ver la tierra desde la superficie lunar y lo que sintieron al estar a bordo de la nave.

Yo quería decirle Se sintieron felices.

 

3

En algún momento del verano Jazmín pensó que era buena idea pasar año nuevo en las playas del sur del país. Yo no conocía el mar y siempre le dije que me gustaba la idea de conocerlo a su lado. Ella me platicaba, entre risas, que su tía lloró cuando pisó la arena: el mar es inmenso, dijo. Todos sus primos se rieron y desde entonces la historia pasó a formar parte de las anécdotas de la familia. Cuando me lo contó, me reí para ocultar mi miedo. Pero pensaba en el mar y me sentía pequeñísimo. Además no sabía nadar. Qué tal si yo también lloraba al verlo. Seguramente Jazmín se burlaría de mí y la historia sería parte del catálogo de chistes familiares.

También, en algún momento del verano, decidió que lo mejor era terminar nuestra relación. Primero pensé en renunciar al mar, luego pensé que ella lo haría. Sin embargo, nadie lo hizo. Y esa tarde en que el camión arrancaba rumbo a la playa, en un viaje de casi veinte horas, la volví a ver. No nos quedó otra opción y viajamos juntos. Entonces ocurrió el despegue. Nos fuimos alejando de la ciudad y vi cómo los edificios se veían cada vez más pequeños, hasta que desaparecieron.

Así nosotros. Al alejarnos nos íbamos desapareciendo.

 

4

La ciudad me recibió ardiendo. Agradecí infinitamente el aire acondicionado del hotel. Luego entré a mi primer refugio. Como no conocía el mar, traté de acostumbrarme al agua en la alberca del patio central. Tendí mi toalla en una silla y me acosté. El lugar estaba solo. Sin embargo, no duré mucho con mi reinado: una mujer llegó, tendió su toalla cerca de mí y se recostó. Parecía extranjera. Llevaba el cabello suelto y tenía los ojos ligeramente claros. Era hija de una española y un gringo. Lo supe esa misma noche, mientras platicábamos. Yo estaba afuera del hotel y ella me interrumpió.

—¿Sabes dónde queda la playa?

—Sí, mira, ahí derechito, por esa calle hasta el fondo y luego a la derecha —respondí, tratando de ahorrarme la broma de los baños.

El mar era un baño gigantesco. La alberca, también. Por eso un amigo decía que no le gustaban las albercas, eran como las patrias: frías y llenas de gente desconocida. Ignorábamos cuánta gente se había orinado adentro.

—Gracias —dijo mientras miraba la calle.

Sus ojos brillaban. Algo en su mirada me hizo pensar en toda el agua contenida en el cuerpo. Cuando en la primaria me di cuenta de que el setenta por ciento del cuerpo es agua, comencé a tenerle miedo al sol. No quería secarme como las plantas del jardín que olvidé regar un día de verano. Desde entonces siempre cargaba una botella de agua.

—¿Tú vas a ir? —preguntó.

—Sí —le mentí.

En realidad estaba pensando en regresar a la habitación para hablar por teléfono. Conocer el mar me asustaba.

—¿Por qué no vas conmigo? Para que me muestres cómo llegar.

Pensé que era buena idea pasar a un bar antes de ir a la playa. Eso me relajaría. Le invité unos tragos y aceptó. Pospuse mi encuentro con el mar. Hacía calor y sudaba. De seguro Jazmín estaba nadando y sacudiendo su cabello.

Siempre me resultó difícil entablar conversaciones, pero afortunadamente ella tomó la delantera y no dejó de hablar. Primero comenzó a decir lo bonito que era el lugar, pero yo sólo pensaba que era un pueblo lleno de colores y una exagerada estética mexicana popularizada por el cine. Era bonito, pero no era auténtico. Era un pueblo eternamente de fiesta: con papel picado en las calles y aparadores llenos de retratos de Frida Kahlo, enmascarados de lucha libre y revolucionarios. Era un pueblo mexicano para extranjeros. Luego dejó de hablar del paisaje y comenzó a contarme sus aventuras por el mundo. Conocía casi todas las playas de México y unas cuantas del extranjero. Se proclamaba como una viajera libre. Nunca había viajado como mochilera, pero compartía el mismo espíritu aventurero que ellos.

El alcohol comenzó a hacer efecto. Enseguida cambió el tono de la conversación. Algo le hizo tenerme confianza y comenzó a hablar con seriedad, como si se confesara. En unas semanas iría a visitar a su padre, un gringo millonario que vivía en Cancún, para arreglar un papeleo de no sé qué. No paraba de alardear que por fin sería independiente. Yo no dejaba de pensar que su padre era como todos los millonarios dueños de cadenas hoteleras en las playas paradisiacas de México: sólo venían a joder al país. De seguro ella era una niña consentida. Lo supuse porque llevaba un par de tatuajes en la espalda y la sonrisa despreocupada de quien no tiene que resignarse a trabajar por más de ocho horas para recibir un sueldo digno. Aunque algo en su actitud desenfadada me hizo creer que era realmente independiente. Fumaba un cigarro y cuando escupía el humo me hacía pensar en los primeros pobladores cuando descubrieron el fuego. Bebía una margarita y no paraba de sonreír con esa sonrisita torpe que causa el alcohol.

Llegó mi momento de hablar y no pensaba decirle cómo había llegado ahí. Ya me imagino decirle Vine de vacaciones con mi exnovia. Preferí hablar de otras cosas. Siempre se me dio bien mentir. Me olvidé por completo de Jazmín y mi relación fallida, en cambio le dije que pronto abriría un despacho de abogados, sólo quería sonar interesante.

Continuamos bebiendo y pensé que sería buena idea invitarla a la playa, recostarnos en la playa y mientras escuchábamos las olas, platicar. La gente borracha comenzaba a gritar y no nos dejaba seguir con nuestra conversación. Por un momento pensé en ir a mi habitación, que compartía con otras dos personas, pero que en ese momento no estaban. Pero ella declinó mi invitación antes de que la lanzara y me pidió que pasáramos a su cuarto: me dijo que podríamos pasar al bar de un lujoso hotel propiedad de un amigo de su padre. Luego pasaríamos a su habitación. Lo agradecí. En el fondo deseaba estar lejos de mi habitación y, sobre todo, lejos del mar.

Antes de retirarnos de ahí me empeñé en preguntarle lo mismo que me daba vueltas en la cabeza. Le di un trago a una cerveza clara y le pregunté si creía que el hombre pisó la luna.

—No —respondió de manera tajante.

Me sentí como un niño. Bajé la mirada y tosí porque el humo comenzó a irritarme la garganta. Pensé en los primeros hombres que rodearon el fuego y se asustaron cuando vieron el humo. No le dije nada y traté de disimular dándole otro trago a la cerveza. La verdad es que cuando me preguntaban sobre el alunizaje yo siempre respondía que era una mentira: la humanidad no había llegado a la luna. Pero en el fondo algo me hacía querer aferrarme a la idea de que ya habíamos conquistado la luna. No se trataba de una guerra entre países, se trataba de la humanidad en el espacio. Era algo más. El universo era infinito y nosotros queríamos comprobarlo. Lanzar astronautas lo más lejos posible para que regresaran con buenas noticias: allá afuera hay tantas cosas por descubrir.

Escucharla decir que el alunizaje era falso me hizo querer llorar. La cerveza clara era brillante como el sol, el nombre le sentaba de maravilla. Le di un trago para tomar valor. Pensé en mi hogar, en la tierra árida en el norte del país, muy lejos de ahí. Algo me hacía creer que el desierto tenía algo parecido a la luna. De acuerdo a algunos rastros descubiertos de manera reciente, que alguien leyó en una de esas revistas científicas especializadas y soltó en revistas de curiosidades y programas televisivos, se decía que en la luna muy probablemente existió agua. Luego aquellos ríos y mares se secaron. Pensé que el desierto era un vestigio de un mar milenario que guardaba en las dunas el eco de las olas. Tal vez la luna alguna vez tuvo mares hermosos.

—¿Por qué? —pregunté.

Ella dudó un poco y se encogió de hombros. La ceniza del cigarro hacía un pequeño montículo en la barra. Era gris como la luna.

—Sólo no lo creo.

Apagó su cigarro, le dio el último trago a su cerveza y pasamos directo a la habitación.

 

5

La primera vez que puse los pies sobre la arena sentí que había dado uno de los pasos más importantes de mi vida. El calor se me pegaba al cuerpo. La brisa trataba de arrancarlo. Las olas se rompían y se me antojaba pensar en el ruido del mar como un rugido. Recordé la tarde en que conocí a un león en el zoológico de mi ciudad, era flaco y pequeño, pero de todas formas me impresionó.

Pensé en Armstrong. ¿Qué sintió cuando pisó la luna y qué sentía cada noche, cuando la veía desde su jardín? Por eso le pregunté a un amigo si creía que el alunizaje era cierto. Me dijo que no y luego se perdió entre las olas. Él sí sabía nadar. Yo me mantuve en la frontera entre el mar y la arena. Luego vi a Jazmín correr a lo lejos y pensé que quizá así se veían los astronautas que pisaron la luna. La arena era como la superficie lunar. Me imaginé a los actores con sus escafandras en un set de grabación, como en la película de Kubrick. Los perros corrían por la orilla y recordé aquella frase de Yuri Gagarin: no sé si soy el primer hombre o el último perro en volar al espacio.

 

6

El invierno terminó con un par de conclusiones tristes. Al parecer nunca llegamos a la luna. Cuando regresé de la playa no volví a ver a Jazmín. Todas las noches me sentaba en el jardín a ver la luna y entonces recordaba las historias que mi padre me contaba de niño:

—En la luna vive un conejo, si te fijas bien lo puedes ver.

Luego crecí con el temor de que los coyotes quisieran comerse al conejo y terminaran comiéndose la luna.

 

 

Luis Fernando Rangel (Chihuahua, México, 1995). Escritor y editor. Autor de una decena de libros de poesía y cuento. Sus libros más recientes son La mano de Dios y Cuando nuestros huesos sean fósiles. Ha recibido algunas distinciones como el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press, los Juegos Florales de Lagos de Moreno de cuento en 2021, el IV Premio Nacional de Poesía “Germán List Arzubide” y el Premio Estatal de Poesía Joven “Rogelio Treviño” en 2017. Textos suyos han sido traducidos al inglés y al italiano y aparecen en revistas y antologías de México, Ecuador, Colombia, Argentina, Chile y Estados Unidos. Es fundador de la revista Fósforo. Literatura en breve y confundador de Sangre ediciones. Es Licenciado en Letras Españolas. Ha sido becario del FOMAC (2023, 2017), del curso de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017) y del Festival Interfaz de ISSSTE Cultura (2014).

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