El silencio es el idioma de la extinción, reseña, por Ana Laura Bravo

 



El silencio es el idioma de la extinción


En la secundaria tuve un compañero a quien le decíamos Chito. No sé de dónde venía el apodo, aunque creo recordar que su nombre era Edgar y que se portaba mal: a cada rato estaba castigado, afuera del salón, recogiendo basura o yendo a dirección. Se veía como cualquiera de mis compañeros: pelo corto, pegado a la cabeza, flacucho, mediano, con el uniforme más o menos roto. Hasta que una mañana, bien temprano, a las siete, en pleno homenaje, la directora o un maestro le pidió que pasara al micrófono para cantarnos el himno nacional en otomí.

No sé si a Chito le gustaba cantar, supongo que le avisaron antes lo que tenía que hacer. No obstante, una vez al frente, las risas y burlas de mis compañeros ahogaron su voz y se intensificaron al notar que se había puesto a llorar antes de salir corriendo a algún lugar donde pasó escondido el resto del día, entre el enojo y la vergüenza. La peor parte fue que ninguno de los maestros mencionó el asunto en clase. Lo dejaron pasar como si se tratara de un accidente desafortunado y Chito siguió siendo el niño a quien todos regañaban y nadie se molestaba en comprender.

Durante la carrera, al estudiar historia de la lengua, aprendimos que el español, particularmente el mexicano, es una lengua autocorrectiva, es decir, los hablantes tienden a corregirse a sí mismos o entre sí al conjugar o pronunciar una palabra. No se trata de que esta sea equivocada en sí misma, sino que es distinta a lo socialmente aceptado o estandarizado. Aquí es importante destacar que los países latinoamericanos donde se considera que las personas hablan mejor o de manera más entendible, también comparten una historia muy similar de colonización e imposición del idioma.

En México, por ejemplo, los indígenas que se resistían a aprenderlo o cometían errores al hacerlo, por lo menos eran azotados, a veces torturados y siempre humillados. Así que el español, esta lengua que me permite contar historias y acceder a tantas otras, también es un idioma cargado de dolor, de crueldad y de vergüenza. Ojalá que las burlas y la ignorancia de un montón de adolescentes no alcancen nunca para que un muchacho decida dejar de hablar otomí y su voz se extinga en el silencio.

¿Cuántas veces nos detenemos a pensar en qué lengua olvidaron nuestros bisabuelos o tatarabuelos para tratar de proteger a su familia? Pero, ¿protegerla de qué? ¿Del conquistador despiadado?, ¿de una sociedad incapaz de asimilar la diversidad?, ¿o del ostracismo a que parece condenarnos el ser diferentes?

Preguntas como esas son las que se plantean las autoras de Lo lingüístico es político[1], una antología de voces disidentes que van de la gramática a la literatura para reflexionar de qué manera el idioma se nos impone y nos define como individuos. Y me refiero a todas ellas como disidentes porque transgreden las convenciones sociales para obligarnos a repensarlas. Desde la hipocresía de autoridades y programas que pretenden ayudar a los pueblos originarios, hasta la indiferencia de naciones enteras que estigmatizan a los hablantes de lenguas prehispánicas y los arrinconan en condiciones que terminan obligándolos, otra vez, a aprender a español, con más o menos violencia que en el pasado.

Gloria Anzaldúa pregunta quién nos dio el permiso de realizar el acto de escribir a la vez que reafirma nuestra responsabilidad de hacerlo. Primero, como mujeres, luego como latinoamericanas, con un tono de piel que, por más blanco que sea, en el territorio de las Grandes Potencias, siempre será un blanco de segunda o de tercera, blanco latino o una person of color. ¿Qué decir entonces de las que ni siquiera se apegan al idioma oficial determinado por el Estado, en un intento reduccionista que omite los cientos de lenguas autóctonas del país?

Ruperta Bautista plantea una hipótesis sobre la manera en que las lenguas indígenas se ocultaron por siglos con tal de sobrevivir y hoy, quizá, regresan a reclamar su lugar en la poesía, pero también en ámbitos más cotidianos, como la escuela y los trámites estatales. Por otra parte, Gabriela Contreras habla de la capacidad de la impureza para contener “todas las contaminaciones históricas y sentimentales que portamos” y describe con rabia pero también con ternura la herida colonial que nos atraviesa a todos y que lleva más de quinientos años sin terminar de cicatrizar.

Para Yásnaya Aguilar, incluso el intento de aprender una lengua indígena o de elegir un nombre indígena para una hija, ya son actos de resistencia, porque dan visibilidad a dichos idiomas y ponen nerviosos a los defensores del Estado. Que si bien no elegimos la lengua con la que entramos al mundo, sí podemos ser conscientes de cómo nuestra gramática narra a sus hablantes y no al revés.  

Después de todo, un idioma es también una ideología que influye, no sólo cómo nos comunicamos con los demás y a qué información podemos acceder, sino también cómo interpretamos al mundo, cómo pensamos e incluso cómo definimos nuestros sentimientos. Podría parecer paradójico que algo tan personal, como la lengua, sea al mismo tiempo parte de las relaciones de poder que tienen lugar en el mundo; sin embargo, lo es y por tanto cada lengua, oficial o no, a punto de desaparecer o no, termina siendo un asunto profundamente político.  

Si bien los ensayos contenidos en Lo lingüístico es político proponen discusiones necesarias que no podría terminar de explorar en esta columna, para mí, lo más estridente del libro fue llegar a la página ochenta y encontrarme con un texto completamente en mixe que no puedo leer: di vuelta a la página y fue como si me cerraran una puerta en la cara. Nunca he sabido de alguien de mi familia que supiera hablar una lengua originaria, pero la sensación fue la de ser expulsada de un lugar al que se supone que pertenezco. Esa parte de mis raíces mestizas ha quedado completamente inaccesible porque, en algún punto de la historia, alguien supuso que un idioma era suficiente, sin detenerse a considerar todas las historias que quedarían sin imaginadas por falta de palabras.

 



[1] Este libro es una edición autónoma de OnA ediciones, publicado en julio de 2023. En la antología figuran ensayos de Yásnaya Aguilar, Gloria Anzaldúa, Ruperta Bautista y Gabriela Contreras.





Ana Laura Bravo, es profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. "Nací en el desaparecido Distrito Federal en febrero de 1994, pero crecí en otros estados, siempre buscando algún camino de regreso a la Ciudad. Estudié literatura en la Universidad Autónoma de Querétaro y en la Universidad de Tarapacá en Chile." Actualmente estudia la maestría en docencia y está desarrollando una tesis sobre la enseñanza de la literatura en los bachilleratos técnicos. Ha publicado en algunas revistas y escribió su primera novela, Volver al fin del mundo, con apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Querétaro, la cual se encuentra en proceso de reescritura. 

La literatura es mi laboratorio de libertad y me gustaría que mis textos pudieran hacer que quien quiera que los lea se sienta escuchado.

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FB: AnaLaura Bravo Pérez



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